jueves, 20 de febrero de 2020

INTRODUCCIÓN DE ALAN MOORE EN BILL SIENKIEWICZ SKETCHBOOK

Introducción de Alan Moore en Bill Sienkiewicz Sketchbook, 1990 (Fantagraphics). Traducción: Frog2000. Algunas muestras.

Como cualquier otro organismo vivo, el arte tiene que alimentarse para poder sobrevivir; tiene que meter para poder seguir sacando. Funciona de la misma forma tanto en cualquier campo específico como en las artes en general, y es igual de cierto en el medio del cómic.

En los últimos 50 años, los cómics han sido sometidos principalmente a una dieta de ficción reciclada de los pulp, reiteradas películas B de ciencia ficción y programas de televisión regurgitados: el héroe del cómic actual sincroniza los labios con el diálogo de Eastwood o Stallone con la intención de parafrasearlo, tal como sus predecesores imitaron a Sean Connery, Gary Cooper o a "Big" John Wayne. El monstruo del cómic ha soportado una dolorosa serie de aplicaciones cosméticas para intentar mantenerse al día con los O'Briens, los Harryhausens y los Gigers de turno. Criado a base de esta comida rápida cultural, por todos es sabido que la incipiente industria de los cómics ha aguantado el chaparrón, pero tampoco se puede decir que haya prosperado. Su dieta es limitada y parece incapaz de digerir comidas más saludables.

Si el contenido del cómic ha sufrido los efectos de esta dieta tan escasa, también lo ha hecho el hálito artístico en el cómic, en parte por la misma incapacidad para digerir un sustento cultural verdadero. Se suele comentar que casi todas las obras de arte que han surgido en los cómics se remontan hasta la doctrina de Milton Caniff o Alex Raymond, pero a pesar de la excelencia indiscutible de estos dos artistas (ambos suponen una digna influencia), representan un conjunto inspirador que sencillamente resulta demasiado pequeño como para ser utilizado indefinidamente en un medio que publica cientos de títulos diferentes cada mes. Son proteínas y carbohidratos, y sería una tontería siquiera sugerir que nuestro medio podría existir sin ellos, pero a juzgar por la apariencia débilmente enfermiza de la mayoría de los cómics contemporáneos, una inyección de vitaminas suplementarias tampoco estaría mal. Esta desnutrición estética en general se hace más evidente al observar la voraz premura con la que la industria devora y asimila cualquier sabor novedoso que se presente bajo la forma de un nuevo artista con un estilo y una visión llenos de poder. Jack Kirby fue responsable de un cambio de paradigma que les permitió a sus lectores y compañeros creadores observar los cómics de aventuras bajo otro ángulo, dando como resultado que aún se puedan encontrar ecos de su estilo en casi cualquier título de los que actualmente atestan los quioscos. En años posteriores, Neal Adams lograría una hazaña similar, aunque de una forma ligeramente más delimitada.

Ciertamente, la influencia de Kirby y Adams está bien representada en dibujantes contemporáneos como John Byrne o Alan Davis, los mejores y más influyentes artistas de superhéroes de su época que también forman parte de una noble tradición que se remonta inexorablemente a lo largo de los diversos estilos de Kirby, Adams y Alex Raymond.

Sin embargo, por noble que sea la tradición o por dignos que nos parezcan sus practicantes, no deberíamos pedirles solo a ellos que brinden toda la inspiración de una industria. A menudo, las tradiciones son algo espléndido y necesario, y sin embargo, por su propia naturaleza, tampoco facilitan que los cómics sean capaces de digerir la dieta cultural más amplia necesaria para complementar así el crecimiento y la madurez de la industria.

Para eso podrían ser necesarias ciertas enzimas desvergonzadas: creadores que han florecido dentro del corpus estéril de la industria y que se las arreglan para transformar radicalmente sus procesos hasta que parece capaz de asimilar casi cualquier cosa.

En los años 40, Will Eisner cumplió esta función cuando se fijó con atención en los recursos narrativos cada vez más sofisticados que se exhibían en el cine de su barrio, y al hacerlo introdujo en los cómics un lenguaje completamente nuevo. En los años 50, Harvey Kurtzman aumentó enormemente el idioma del medio mediante el simple recurso de aplicar la ética hipster que impregnaba la cultura a la profesión de creador de historietas que había elegido. En los años 60, Jim Steranko jugó un papel similar al ampliar el campo de los cómics con una golosina empapada en Pop Art, Op Art y la fluida psicodelia de la escena de los pósters de la Costa Oeste, donde las esbeltas y cinéticas figuras de Jack Kirby se frotaban hombro con hombro con Salvador Dalí y Bridget Riley, mutando permanentemente en el proceso.

Si bien el autodenominado "Zap Art" de Steranko ha demostrado ser menos influyente que el estilo de Eisner o Kurtzman, es importante ponerlo como ejemplo extremadamente raro de un creador con una vida estética e intelectual que se encuentra más allá de los cómics; el tipo de creador que puede aportar dichas sensibilidades al medio, expandiendo su potencial y enriqueciendo sus posibilidades.

Lo que nos lleva a Bill Sienkiewicz.

Justo cuando Jack Kirby estaba proporcionando el trampolín estilístico desde el que Jim Steranko se lanzaría hacia una nueva estratosfera gráfica, Bill Sienkiewicz comenzaba su carrera en los cómics estigmatizado como "clon de Neal Adams". La facilidad con la que fue capaz de duplicar la incómoda, tensa y poderosa anatomía de Adams llevó a muchos críticos a descartar su trabajo como una simple fotocopia del estilo de otra persona... una queja que se habría sostenido si el dominio de la técnica de Adams hubiese sido un fin en sí mismo y la única prolongación de las ambiciones de Sienkiewicz. No era el caso.

Hacia el final de su etapa en el Caballero Luna para Marvel, el dibujo de Bill empezó a dar a entender que algo más se estaba moviendo; que las sensibilidades prestadas de Neal Adams eran simplemente una base técnica necesaria sobre la cual ahora se podía construir algo radical y novedoso. Tras haber asimilado el robusto y práctico enfoque gráfico de Adams hasta el punto de convertirse casi en un reflejo, Sienkiewicz se propuso la tarea mucho más desalentadora de liberarse de las ideas preconcebidas y las limitaciones percibidas absorbidas junto con su estilo. En sus propias palabras, después de haber aprendido los conceptos básicos de Adams, ahora tenía que "desaprender" todas las reglas de forma, estilo y narrativa a las que una carrera en el cómic convencional lo había restringido con anterioridad.

Los resultados fueron espectaculares. Al dinamitar conscientemente las compuertas de la rígida tradición de los cómics que lo habían sostenido previamente, Bill Sienkiewicz abrió su obra a un diluvio de influencias nuevas y exóticas que nunca antes se habían aplicado en el medio del cómic. Influencias propias del momento del artista, algo parecido a como en su momento aplicaron las suyas Eisner, Kurtzman y Steranko.

Después de abandonar Caballero Luna en favor de los Nuevos Mutantes, también en Marvel, Sienkiewicz replanteó el territorio de una forma que abarcaba el color y la habilidad para el diseño de los dibujantes de cómic europeos más progresistas, la frenética apoplejía de Ralph Steadman, el encanto de oficina con aire acondicionado de los grandes dibujantes publicitarios estadounidenses, y una buena cantidad de otras evocaciones demasiado eclécticas como para poder enumerarlas. El único problema que planteaba este repentino Krakatoa de ideas fue que su utilización amenazaba con abrumar los presupuestos demasiado convencionales del cómic.

Hasta que Bill no acometió sus posteriores colaboraciones con Frank Miller, el artista no pudo trabajar con un guionista tan dispuesto a experimentar como él mismo, dando como resultado que en su colaboración en Elektra Asesina, las ideas visuales y narrativas contenidas en cada página son demasiado profusas como para poderse captar en una primera o incluso en una segunda lectura, cada viñeta inmediata sumerge al lector en un nuevo medio, un nuevo estilo, un mundo completamente inédito de estados de ánimo y sensaciones.

Puede que por culpa de la escasez de colaboradores del calibre de Miller, fuese alrededor de esa época cuando Sienkiewicz empezó a explorar las posibilidades que le otorgaría guionizar su propio material, debutando con el emotivo y bien ejecutado "Slowdancer" para la Epic magazine y dando el pistoletazo de salida a una tendencia que culminaría en su Stray Toasters, intensamente personal y visualmente chiflado. Una obra catártica en la que el artista se arriesgó más que nunca. Cuando intenta desarrollar un estilo artístico que articule una visión personal única, cualquier creador ha de hacer primeramente las paces con su propia personalidad, y en Stray Toasters, tan obsesivo y explosivo, eso es exactamente lo que logra Sienkiewicz.

En el momento de escribir este artículo, mis colaboraciones con Bill incluyen la parte de "Shadowplay" de Brought to Light, y aproximadamente el primer tercio de Big Numbers. Durante el transcurso de las mismas, tal vez he llegado a comprender un poco lo que hace funcionar a nuestro autor, aunque solo un poco.

Lo que he logrado apreciar más hondamente es la amplitud de su talento. Precisamente porque la versatilidad de Bill es la característica más obvia de su trabajo, se tiende a dar por sentado su relevancia para a continuación pasarla por alto. Cuando el estilo se desvía salvajemente de una viñeta a otra, es fácil olvidar que cada obra que aborda Sienkiewicz surge impregnada de su propia identidad, cada una diferente de la anterior. Elektra Asesina es bastante diferente de Stray Toasters. Más cercano a lo que me toca, "Shadowplay" ni siquiera se parece remotamente a Big Numbers. En cada ocasión, Bill se ha volcado en la obra en cuestión hasta encontrar esa parte que parece central a la luz de su visión individual, moldeando a partir de ese punto sus interpretaciones en expresiones únicas completamente separadas, cada una sintonizada intuitivamente con el corazón de las respectivas obras que representan. Desde la cripto-política propia de un mal viaje de "Shadowplay" hasta el naturalismo cálido y humano de Big Numbers, Bill ha encontrado en cada caso una forma de aplicar su voz singular en unas narrativas radicalmente diversas, mostrando una versatilidad aún más sustancial que la que sugerían sus brutales oscilaciones estilísticas de su propio quehacer artístico.

Al igual que ocurría con las luminarias mencionadas anteriormente, el impacto de Bill Sienkiewicz en la industria es poco menos que sísmico. Simplemente demostrando la variedad de técnicas que el cómic es capaz de abarcar, su trabajo casi ha engendrado una escuela reconocible entre los creadores posteriores. Con suerte, todos ellos madurarán y crecerán más allá de la sombra de su influencia de la misma forma que Bill trascendió sus propias fuentes de inspiración, encontrando sus propias voces de la misma forma que lo hizo él.

La posición de esa voz personal borrosa y escurridiza es, me parece, la clave del artista en el que se ha convertido Bill Sienkiewicz. Después de instruirse subido a los hombros de verdaderos maestros, su logro más importante ha sido aprender a escuchar y amplificar la voz de sus propios instintos.

Esos instintos, tal vez bajo su forma más pura, tienen lugar aquí, en este cuaderno de bocetos: estudios de carácter espontáneo, bocetos y conatos, y el tipo de esbozos de impulso inicial que le otorgan a la obra terminada de Bill gran parte de su vida y vitalidad. Aquí, privados de cualquier barniz ilustrativo, nos recuerdan la potencia de un jodido buen dibujante, Bill Sienkiewicz, siendo dicha cualidad lo que lo distingue de una forma más destacada de los ilustradores que han ido surgiendo a su paso.

Tal y como he sugerido al comienzo de estas divagaciones, a menudo los cómics se han visto obligados a subsistir mediante una dieta invariable y monótona repleta de almidón pero poco especiada y con escaso sustento. En las siguientes páginas, podrás encontrar el equivalente al borrador preliminar de un menú completamente novedoso.

Saboréalo a gusto mientras sigues salivando.

ALAN MOORE,
Northampton

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