martes, 16 de septiembre de 2008

PINK FLOYD, ANTES MUERTA QUE SENCILLA

El pastiche (me niego a llamarlo rock) progresivo-sinfónico no sería tan aburrido sin ellos. Los discos que sacaron a partir de su excelente ópera prima son el método definitivo para curar al insomne más recalcitrante. 
Su etapa primeriza con Syd Barret al frente y el colofón one-hit wonder “The Piper at the Gates of Dawn” los puso en el punto de mira en una época repleta de formaciones que despuntaban.
Perdido el talento del único genio del grupo (un cansado Syd Barret que se instaló en una vivienda de menos de cincuenta metros cuadrados, solidarizándose con el porvenir de millones de europeos), quedaron el resto de crápulas ingleses (principalmente Roger Waters -hasta 1985- y David Gilmour) para repartirse la fama que habían conseguido a base de garaje punk y pop en constante deflagración y construyeron un cadáver renqueante que disparaba esputos kilométricos innecesariamente complicados en forma de canción y que sólo levantó tímidamente la testa con The Wall para volver a hundirse en el bochorno y la fama durante sus siguientes afrentas al buen gusto hasta ser enterrado en 1995.
Sus espectáculos llenos de luz y efectos especiales antecedieron a las películas del estilo Matrix (todas las actuales) y la música de ascensor que sonaba en sus últimos surcos sacaba ese lado oscuro y violento del ejército de New-agers neo-con que hasta entonces los había alabado con fervor (religioso).
El triste espectáculo de su concierto londinense de 2005 (materializando el rollo carca en vivo) y la reciente muerte del teclista segundón Rick Wright ponen punto final a una más de las muchas bandas jeta que siguen pululando por la música popular.

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