viernes, 4 de marzo de 2011

LA PISTOLA, por Alan Moore

LA PISTOLA, por Alan Moore. Relato publicado originalmente en Batman Official 1985 Annual (UK). Ilustraciones de Garry Leach. Traducido por Frog2000.


------------------------------------------------------------------

Johnny Speculux no era su verdadero nombre.

Johnny Speculux tan sólo era el nombre con el que rociaba los vagones de metro con su exclusivo garabato luminoso en spray. Dieciséis letras que despachar antes de que el metro comenzara a moverse de nuevo, algunas veces se llevaba la piel de su codo mientras intentaba acabar las últimas letras. Había tomado el nombre de una de las amarillentas revistas de ciencia ficción que siempre estaba leyendo su hermano pequeño. Johnny Speculux. Sonaba bien (y trazado con la pintura fluorescente naranja del spray, parecía absolutamente espectacular.) A Johnny Speculux le gustaba que las cosas fuesen espectaculares, pero parecía que nunca había dinero para poder hacerlas de tal manera. Por lo que para poder encontrarlas, le gustaba frecuentar lugares espectaculares. La exposición “Home 2000” en la Feria de la Ciudad de Gotham era, a ojos de Johnny, la última palabra en imágenes que sobresaltasen el ojo.

A su izquierda podía ver un gigantesco vaso de Termo de cincuenta metros de altura.


A su derecha una masiva lavadora de cromo del tamaño de una casa. Todo tenía una apariencia brillante, colosal y luminosa, con radiantes focos de colores que jugueteaban por encima de las exposiciones y la muchedumbre que se agolpaba a su alrededor.

Familias felices fluían por las exposiciones como bancos de peces de neón tropical nadando en el Océano mientras eran guiados por el muzak ambiental.
Johnny Speculux se movía entre ellos como un tiburón invisible. Se sentía asustado, pero también muy excitado. Se sentía capaz de hacer cualquier cosa que quisiera. Y en el bolsillo de su cazadora, fría, antigua y pesada, se encontraba La Pistola. Nunca antes había poseído un arma.

Todavía no le había puesto nombre. Tan sólo era La Pistola. La construyó a mano en 1950 un viejo y apenado fabricante de armas llamado Lew Hirsch, y lo hizo con un propósito especial. A la esposa de Hirsch, Ana, la habían disparado en un atraco a su armería y los duros rasgos del mafioso italiano que la había asesinado se clavaron en la memoria de Lew. Los pósters de “Se Busca” con la cara de Toni Pavrotti habían aparecido por todo Gotham, pero la verdad es que no habían sido de ninguna utilidad.
Al anochecer Lew Hirsch se sentaba todos los días para trabajar y La Pistola iba tomando forma a la débil luz del taller de la planta baja. Los pensamientos de venganza ocupaban cada momento de las horas de vigilia del artesano. Quizá un día el destino le pondría cara a cara con el hombre que se había llevado a su esposa de su lado. Quizá un día lo encontraría mientras caminaba por la calle, o quizás cuando entrase en un bar, levantaría la vista y reconocería que el hombre con el que se había cruzado era Pavrotti. Y si eso ocurría alguna vez Lew Hirsch se encontraría preparado.

Acabó de fabricar La Pistola en el otoño de 1950.

En el verano de 1952 leyó en el periódico que un hombre había fallecido en un accidente de coche en el norte de Italia, y que había sido identificado de forma categórica como el fugitivo de la justicia Toni Pavrotti. El artículo también decía que su esposa y sus dos hijos habían migrado a América con la esperanza de comenzar una nueva vida.

Para Lew Hirsch era demasiado tarde para empezar de nuevo. Los pensamientos de venganza habían alimentado su temblorosa fuerza vital durante demasiado tiempo. Ahora Pavrotti estaba muerto y para Hirsch La Pistola construida con un cuidado tan artesanal se había convertido en unas simples briznas de metal. Pero en su interior seguía pesando una terrible venganza que no había sido saciada.

En 1953 Hirsch le entregó La Pistola a su cuñado, Julius Lipmann, como pago por una deuda pendiente. Lipmann le vendió el arma a un conocido tahúr, un hombre llamado Vinnie Torrino, que la perdió en favor de su socio en una partida de póker.

El nombre de dicho socio era Joe Chill.

Joe estaba muy enfadado la noche en la que ganó La Pistola, pero aunque iba ganando la partida su rabia no se mitigó. Como era habitual, la furia se quedó encerrada en su interior. De hecho, parecía que ese día estaba más enfurecido que nunca. Si Joe Chill hubiese nacido siendo alguien un poco más alegre, y tan sólo unos pocos años después, podría haber canalizado esa ardiente ira a través de la política. Podría haber sido uno de esos hombres esbeltos, con barba y de mirada salvaje que vociferaban sobre la Justicia Social. Como no había ocurrido así, a Joe no le podía importar menos la Justicia Social. Su único temor era que parecía que nunca tenía dinero. Y eso significaba que la gente que sí que lo tenía eran sus enemigos.

Eso es lo que estaba pensando Joe la noche en la que ganó La Pistola.

Seguía pensando lo mismo una hora más tarde, cuando cuatro balas volaron desde La Pistola hasta incrustarse en el Doctor Thomas Wayne y su esposa Martha, mientras estos se marchaban a casa después de haber ido al cine con Bruce, su hijo de seis años.


Más tarde Chill se sentiría mal por dejar allí sólo al chico, pero decidió que no era responsable de lo que le pasara. Después de todo, Joe no pretendía matar al tipo rico y a su altanera esposa. Todo lo que quería era el collar de la mujer. Si su marido no hubiese decidido de pronto que iba a empezar a jugar a ser un héroe ambos seguirían vivos. Eso es lo único que había ocurrido. En realidad todo había sido un accidente.

De todos modos, Joe nunca olvidaría la mirada del chico... era como si algo en la mente del niño se hubiese tumbado, se hubiese hecho un ovillo y se hubiese dormido para siempre, mientras otra cosa se despertaba por primera vez en su lugar. Algo oscuro, frío y sin remordimientos.

Casi veinte años después Joe Chill vería esos ojos de nuevo, una vez más antes de morir. Los ojos le estaban mirando a través de una máscara azul. Los ojos de Batman sería lo último que vería.

Por supuesto, hacía mucho tiempo que Joe Chill ya no tenía La Pistola. La había vendido años atrás para poder pagar el alquiler. Desde entonces ésta había vagado sin rumbo de una persona a otra, a través de bolsillos, casas de empeño y armarios policiales... hasta que alcanzó a Johnny Speculux.

Johnny Speculux caminaba por el vestíbulo y su chaqueta pesaba más por uno de sus lados.

Pasó cerca de una máquina de coser inmensa y de una imponente réplica en fibra de vidrio del distintivo de “La Voz de su Amo”, dándose cuenta de que por esa zona parecía haber menos gente. De hecho, tan sólo había una pareja. Salían de una estructura baja con la forma de una plancha que parecía ser la Sala de Descanso. Detrás de ellos andaba más lentamente una niña de cuatro años que parecía cansada y reticente.

El corazón de Johnny Speculux empezó a martillear según se acercaba a ellos. Sus resecos labios se encontraban pegados y mantenía una sonrisa forzada. Muy por encima suyo, los ojos de un perro de quince metros miraban con tristeza dentro del cono de un fonógrafo de quince metros de altura.

El silencio del vasto mausoleo recogió el eco de un disparo y sólo se vio interrumpido por el llanto de la niña. Rápidamente se agolpó una multitud y una robusta matrona vestida con un conjunto azul trató de asir a la pequeña, que estaba chillando, así como a los cuerpos inmóviles de sus padres. Un chico de trece años tocó ligeramente el cuerpo de la mujer con la punta del pie, desafiante. Una mujer que se parecía de una forma increíble a Elizabeth Taylor se puso a comer palomitas de maíz mientras miraba los cuerpos y hablaba con uno de los vecinos del apretado corro. “Agh, ¿has visto eso? Pobre niña. ¿Qué tipo de asqueroso sería capaz de hacer algo así? ¿Sabes lo que creo? La cárcel es demasiado buena para gente como esa, eso es lo que yo creo.”
La sombra era fría y alargada, y cuando cayó encima de la muchedumbre, ésta se quedó en silencio. La que se parecía a Liz Taylor sorbió algunas palomitas y casi se atraganta. Todos se apartaron para dejarle pasar, la capa crujió mientras sus puntas festoneadas cepillaban el suelo de baldosas relucientes detrás suyo. Caminó lentamente y en silencio a través de los cuerpos, con resolución. No dijo nada. Llegó hasta donde estaba la niña, y la señora del conjunto jadeó y dio un paso atrás.

Se arrodilló y miró a los vidriosos ojos de la cría.
“¿Quién lo ha hecho?”, dijo Batman dulcemente.

Johnny Speculux seguía caminando por el vestíbulo, sólo que un poco más rápido, mientras era consciente todo el tiempo del peso que llevaba en su bolsillo debido a su rítmico golpeteo contra el muslo. El suave golpe del arma de metal le traía ecos del obsesivo estribillo que se encontraba dando vueltas por su cabeza.

“Quince dólares y cuarenta y dos centavos. Quince dólares y cuarenta y dos centavos. Quince dólares...”

Eso era todo lo que llevaba la pareja. Quince dólares y cuarenta y dos centavos. Ya no se sentía tan bien. Ya no se sentía como un tiburón, y seguro que tampoco se sentía como si fuese invisible. Todo el mundo le estaba mirando... pudo captar sus miradas durante un segundo antes de desviar la suya, y le parecieron hostiles y sospechosas. Tenía que alejarse de toda esa gente.

Cogió el ascensor que subía por el centro de un gigantesco plato de tartas giratorio, y se dirigió hacia el restaurante que estaba situado en la capa superior. Pidió una jarra extra grande de café y un enorme pastel de manzana con dos capas de crema, gastándose dos dólares con noventa.

Se sentó en una mesa cerca de la ventana, desde donde podía divisar a la gente que salía de la gigantesca sala de exposiciones. Fluían todos juntos como una corriente eléctrica coloreada, el rojo entrelazándose con el azul, y éste moteándose a su vez de amarillo. Recordó su pastel de manzana e hizo un esfuerzo por comérselo.


A mitad del onceavo bocado sintió que alguien lo estaba vigilando. Sus ojos asaetearon la parte central del restaurante, pero no parecía haber nada que mirar en esa dirección.

Justo entonces alguien dio golpes en el otro lado de la ventana.
A dieciocho metros del suelo.

Johnny Speculux se volvió mientras unos sudores lentos y pesados producidos por el terror empezaron a caerle por la espalda. Había alguien agachado en la repisa de tres centímetros de ancho que bordeaba los alrededores de la cima de la gigantesca cafetería. Vestía con unos colores oscuros y cambiantes, negros, grises y azules. Se encontraba agachado como una gárgola, con una larga capa agitándose detrás suyo. A duras penas parecía humano...

Miró hacia Johnny Speculux y éste reconoció en sus ojos algo que le resultaba familiar.


Había algo en ellos enormemente parecido a lo que había visto en los ojos de la pequeña niña cuando Johnny Speculux había utilizado La Pistola. Tenían la hirviente intensidad emocional de los ojos de la niña, pero estaban situados en una cara adulta y el efecto era terrorífico.

Johnny Speculux chilló y se puso de pie volcando la mesa. Parecía que la hubiese derribado a cámara lenta. La jarra extra grande y el café se quedaron suspendidos a mitad de caída para siempre. Todo la gente del restaurante empezó a vociferar al mismo tiempo, pero para entonces Johnny Speculux ya estaba corriendo por la salida de incendios que conectaba el nivel superior del plato para tartas con el tejado central de las exposiciones. Corría como un murciélago que hubiese escapado del infierno.
Cuando alcanzó la puerta superior, al final de las escaleras, el frío y delgado aire de la azotea le golpeó como un tren descarrilado, eliminando toda la adrenalina de su cuerpo. Sin embargo, su mente aún bailaba. Batman iba tras él. Batman. Detrás suyo.

Pero ¿por qué? Realmente él no era peligroso, no era alguien como el Joker u otro parecido. La gente como ellos podían aniquilar Gotham, América, e incluso el Mundo si un día les servían su tostada para el desayuno del lado equivocado. Él sólo era Johnny Speculux, y todo lo que había hecho era cargarse a una pareja, más por accidente que de forma premeditada. No era algo tan tremebundo, ¿verdad?

Un silbido metálico cortó el aire nocturno como una hoja de afeitar, y algo torció a toda velocidad por el puntal del depósito de agua del tejado, arrastrando un hilo casi invisible detrás suyo. El hilo era resistente, y algo oscuro y alargado aleteó hasta alcanzar el tejado.

Johnny Speculux corrió. Había una plataforma para la limpieza de cristales suspendida al borde de la azotea, sujeta por unas cuerdas que se podían maniobrar para bajar hasta la calle. Mientras trastabillaba hasta el extremo de la azotea y saltaba dentro de la temblorosa plataforma que se encontraba a medio metro del borde, su corazón latía como un martillo en una fragua al rojo vivo. El pánico le hizo acelerar sus movimientos hasta que pareció que se emborronaban frenéticamente... Batman estaba en el tejado cerca de él, en algún sitio a su espalda, en algún lugar entre las sombras. En cuanto tiró del cabestrante y la plataforma empezó a descender con sacudidas dolorosamente breves, Jonny Speculux cerró sus humedecidos y fríos dedos en torno al peso que notaba en el bolsillo de su chaqueta. Por encima la luna estaba mirándolo, un cíclope sin sentimientos...

...y entonces, de repente, la luna ya no estaba. Se había eclipsado por completo.


Johnny Speculux podía oír a alguien que estaba a mucha distancia llorando con una voz que sonaba muy parecida a la suya. Disparó una vez contra el agitado barullo de sombras que se encontraba encaramado al borde de la azotea. No produjo ninguna reacción...


Las ondulaciones de la capa hacían imposible saber cuándo las balas habían tocado carne o tejido. Disparó de nuevo.

La bala segó la cuerda de la plataforma.

La plataforma empezó a tambalearse.

Johnny Speculux y La Pistola cayeron a lo largo de veintitrés pisos. La Pistola se convirtió en una burbuja de metal aplanada en cuanto impactó contra el pavimento.
Él tuvo que ser identificado por su ficha dental. Su nombre era Gianni Carlos Pavrotti. Tenía dieciocho años y provenía de una familia italiana que había llegado a América a principios de los años cincuenta.

Johnny Speculux no era su verdadero nombre. 


Y durante la fabricación de La Pistola una buena porción de venganza había logrado introducirse en su interior...

FIN

No hay comentarios:

NUEVA YORK EN EL DAREDEVIL DE FRANK MILLER

"Investigué mucho para hacer un buen trabajo. Si me pedían que dibujara una cascada, iba hasta una y la dibujaba. Esto es algo que a...