miércoles, 23 de enero de 2013

LA MARAVILLOSA E IRÓNICA CARRERA DE ART SPIEGELMAN (1 DE 2)

Un análisis de Greg Cwiklik para The Comics Journal nº 182, 1995. Traducido por Frog2000.

Me parece justo haber llegado a la conclusión de que Art Spiegelman se ha convertido en la persona más importante de todas las que están trabajando en el medio del cómic alternativo actual. Empezó hace más de veinte años co-editando (junto a Bill Griffith) la mejor de todas las revistas de cómic que había en aquella época, Arcade, y más tarde continuó creando con la enorme ayuda de Françoise Mouly la antología de cómic avant-garde “para condenados intelectuales” titulada RAW. Su novela gráfica Maus, que relataba la crónica de la relación con sus padres y las penosas experiencias de los mismos durante el Holocausto Nazi, apareció primero en las páginas de esa revista. Maus consiguió que Spiegelman fuese aclamado por la crítica de una forma que no tenía precedentes, llegando incluso a ganar un Premio Pulitzer. Además, fue una de las primeras obras del medio del cómic lo suficientemente extensa como para lograr atraer a un buen puñado de lectores adultos, más allá de los tradicionales círculos en los que suele estar restringido el comic book.

Por si eso no fuese suficiente, ahora Spiegelman es consultor visual y contribuye de forma habitual con sus “strips” y dibujos para portadas e ilustraciones de una de las publicaciones más respetadas de todo el país, The New Yorker. Como resultado de la posición que disfruta en esa revista, un buen número de historietistas alternativos (muchos de ellos alumnos de la época de RAW), también han tenido la oportunidad de convertirse en contribuyentes habituales. Recientemente el autor ha publicado una edición profusamente ilustrada de un oscuro poema de la era del jazz titulado “The Wild Party”, de Joseph Moncure Walsh, y además ha estado ocupado como “diseñador de series” para las adaptaciones de ficción criminal “post-moderna” en forma de cómic que lleva a cabo el sello Neon Lit de Avon Books [que llegó a editar la adaptación realizada por Karasik y Mazzuchelli de la obra de Paul Auster, “La Ciudad de Cristal”.]
Alguien podría argumentar que Robert Crumb es el artista vivo más grande de todos, una aseveración que ciertamente no se puede discutir, porque tampoco es necesario. Pero si hablamos de impacto e influencia, si hablamos de pura habilidad para ganar legitimidad para el cómic como medio artístico, Spiegelman supera a Crumb con creces. Todos los talentos que posee Crumb son desconocidos más allá de un pequeño círculo de conocedores de su obra. Su trabajo en las páginas de Zap, Weirdo y Hup se encuentra normalmente archivado en manchadas y maltratadas cajas de cartón, en lo más profundo de las tiendas de cómics de mala reputación o, mejorando lo presente, en el emporio molón de los gustos personales de algún comprador, encajado entre revistas de tatuajes y piercings corporales y enajenados tomos de poética callejera, mientras que la obra de Spiegelman sigue apareciendo regularmente en revistas que son colocadas en las estanterías de las librerías generales de toda la nación. Como si fuese una oficina de contratación de artistas alternativos de un solo hombre, Spiegelman ofrece oportunidades reales de trabajar fuera del “ghetto” del cómic.

Aun así, la carrera de Spiegelman como artista y como editor se ha ido fraguando a base de exasperantes contradicciones y giros irónicos, y en su obra existe un cierto número de molestos aspectos, o francamente preocupantes, que ponen en peligro el predominio del medio. Me gustaría examinar algunos de esos irónicos elementos, así como cierta parte de los recurrentes motivos que se han ido entrelazando a lo largo de toda su obra.

La antología de cómics “Arcade” presentaba a un gran número de historietistas que habían emergido del movimiento de cómic underground de los sesenta. Era habitual que cada número luciese una portada de Robert Crumb (las dibujó todas excepto una), y en el interior se podían encontrar cómics de Crumb, Bill Griffith, Kim Deitch, Spain Rodriguez, Bob Armstrong, Justin Green y Spiegelman, además de piezas más cortas realizadas por Aline Kominsky, Diane Noomin, S. Clay Wilson y algunos autores más. Además, cada número contenía un pequeño texto ilustrado que por lo general había escrito William Burroughs y Charles Bukowski, y un par de páginas de material de archivo de artistas tan notables y casi olvidados como Harrison Cady.
En la época en la que se editó “Arcade” (1975-76), la mayoría de los estilos de dibujo de sus participantes fueron alcanzando nuevos niveles de madurez y sofisticación, por lo que algunos de sus mejores trabajos aparecieron dentro de sus páginas (“That´s Life”, de Crumb, “Commedia Deli” y “Griffith´s Observatory”, de Griffith, “Gotterdammerung”, de Spain, y la poética “Inheritance of Rufus Grisowld”, además de “Teddy Beriana”, de Kim Deitch). Desafortunadamente, la calidad no fue motivo suficiente como mantener a flote a la revista, y tuvo que replegar velas después de haber sacado tan sólo siete números.

RAW empezó a publicarse en 1980. Su plantilla incluía a buena parte de los historietistas del cómic underground como Deitch y Griffith, pero dependía principalmente de historietistas europeos que Spiegelman había descubierto durante su viaje a Francia junto a Françoise Mouly, además de tener como partícipes a otro grupo “descocado” de artistas domésticos que surgieron de la “New Wave” como Gary Panter, Kaz y Charles Burns. RAW fue el epítome de esas exasperantes contradicciones mencionadas anteriormente. A lo largo de los años, “El Bulevar de los Sueños Rotos” de Kim y Simon Deitch, y el mismo “Maus” de Spiegelman (dos de las mejores novelas gráficas que se hayan impreso jamás) fueron apareciendo en sus páginas, pero también varios fardos de algunas de las tonterías más pretenciosas que se puedan imaginar.

En RAW, Spiegelman quería cómics que pudiesen ser vistos bajo una nueva luz. Su comprensible deseo de ganar reconocimiento para el medio del cómic como forma de arte legítima, más allá del trabajo comercial rutinario diseñado para chavales e imbéciles, es motivo recurrente en la carrera de Spiegelman, tanto en su faceta de editor como de artista. Pero algunas de las manifestaciones de esa inclinación podrían ser vistas como un intento de que su propio material se gane el calificativo de irónico y neo-dadaísta. Contrastando enormemente con Arcade, RAW siempre ha apestado a afectación de “Escuela de Arte" y a una cierta actitud de “intentar darse importancia uno mismo”, con todas esas páginas descomunales, chicles y tarjetas insertos, o preciosas páginas devastadas manualmente de forma intencionada, con sus a menudo dibujos ostentosamente crudos y seudo-expresionistas, y con su narrativa posmoderna y nada lineal.

Para entender completamente su evolución, deberíamos fijarnos en algunos de los trabajos que Spiegelman ha realizado en el medio del cómic antes de Maus. Spiegelman siempre ha mostrado un intenso deseo de encajar (de alguna forma) sus cómics en un contexto artístico más elevado. Por lo general, sus esfuerzos se han materializado mezclando algunos elementos auto-conscientes, bromistas y dadaístas de artes más elevadas, con material sacado de la historieta más tradicional. A menudo ha combinado esos elementos con la declarada fascinación de intentar deconstruir “el lenguaje secreto” del cómic (“los elementos formales subyacentes que son capaces de crear la ilusión”), yuxtaponiéndolos con los presuntos aspectos surrealistas conseguidos tanto mediante la secuenciación temporal como con la composición de las viñetas de la obra, formando parte de la página como si fuesen un todo. Este tipo de profunda revelación sería capaz de inflar la obra del primer año de un estudiante de Escuela de Arte, pero en el caso de un autor que se lo tome más en serio resulta bastante escueto.
Un ejemplo perfecto de este intento de fusión del idioma “pulp” de los cómics y el surrealismo artístico puede encontrarse en “Ace Hole, Midget Detective”, de 1972, que se abre con una cita sobre el amor que sentía Pablo Picasso por las viejas tiras de periódico como Little Jimmy y The Katzenjammer Kids. Visualmente, la historia combina figuras dibujadas al estilo de un cómic convencional junto con otras que aparentemente parecen haber surgido de un lienzo cubista. En la mezcla también se arrojan elementos fotográficos, viñetas recogidas de viejos tebeos y reproducciones de Picasso. La purpúrea prosa “pulp” de Ace contrasta con los oscuros pronunciamientos acerca de la naturaleza del arte y la vida que nos son comunicados a través del rostro de Pablo, cuya cabeza aparece en un principio pegada al cuerpo de un gato, después sobre el cuerpo de una mujer desnuda, y así una y otra vez. Las viñetas y porciones de viñeta se repiten en varios sitios más, y los globos se superponen sobre otros globos... aunque toda la mezcla es tan ingeniosa que casi resulta doloroso.

Se puede ver otra evidencia parecida en la pieza compuesta por “collages” sin sentido titulada “Nervous Rex”, donde se combinan fragmentos repetidos de la banal tira de cómic titulada Rex Morgan, M.D. y se completa con dibujos incongruentes que dan la sensación de surrealismo poco narrativo. La peor historia de todas es “Two-Fisted Painter: The Matisse Falcon”, otro pobre intento de fusionar el idioma “pulp” de la historieta con los juegos de palabras sobre la pintura. Uno de los temas de esta historieta es “las propiedades de la reproducción mecánica del color.” Todos estos cómics tienen una cosa en común: tratan sobre el proceso de creación y están desprovistos de contenido significativo. En realidad tratan sobre la nada.

Buscar validar y legitimar el medio a base de incorporar o asociar teorías y préstamos visuales del mundo de la pintura moderna no sólo parece pretencioso, sino que normalmente acaba por resultar poco atinado. Se echa mucho de menos la idea de que la tira de cómic, al igual que las películas, es ante todo un medio narrativo. Desde principios de Siglo la idea central en torno al arte moderno ha discurrido exactamente en la dirección opuesta: se ha ido apartando totalmente de lo narrativo, de la descripción figurativa.

En el corazón de los primeros trabajos de Spiegelman se esconde una contradicción espantosa. Sus obras intentan exponer el medio del cómic como una forma artística seria que solo responde a sus propios términos, pero finalmente parece avergonzarse de todo corazón de las condiciones que son propias de este medio narrativo (a cada paso parece distanciarse más del medio a través del desapego irónico y auto-consciente). Sus tiras anteriores a Maus están desprovistas de cualquier peso emocional: podría parecer que, o bien no tienen nada que decir, o bien no ha encontrado la forma de que lo expresen por sí mismas.

De acuerdo, si queremos ser totalmente justos con Spiegelman, no todas sus composiciones de este período son tan terribles. Su historia de una página en el “New York Journal” es un recuento jocoso y directo de su traslado a un apartamento infestado de cucarachas situado en la Gran Manzana. E incluso su análisis sobre el humor, “Cracking Jones”, a pesar de no ser una obra maestra, tiene mucho mérito.
Con Maus Spiegelman encuentra por fin su propia voz. Es la obra sobre la que reside toda su reputación ante la crítica. La ironía suprema es que Maus no representa la culminación de su evolución después de una larga lista de obras, sino su rechazo al enfoque que había caracterizado la mayor parte de las obras realizadas por el autor anteriormente. Maus no es una disección formal de las estructuras de la viñeta, sino una narración honesta, con sentimientos profundamente intensos y humanos. El mismo dibujo es austero y está concebido de forma sencilla aunque rupturista, que es lo mismo que decir que la composición interior de la viñeta y la colocación de la misma en la página está muy bien pensada y resulta muy efectiva. En cuanto Spiegelman asume la historia como su preocupación principal, todo lo demás empieza a encajar en su sitio.

Una de las principales críticas que se le suele hacer al medio del cómic, incluso en la prensa alternativa, es la de que generalmente siempre ha tenido la relativa cualidad de ser un medio de distancias cortas y episódicas, evitando que los lectores tengan que sumergirse en una de sus obras de la misma forma que lo hacen en un libro. Maus fue el primer cómic serio con la misma extensión que una novela, y disponía de la suficiente gravedad narrativa como para superar esa deficiencia concreta. Los lectores podían acercarse a la obra como si fuese una fascinante novela de no-ficción. Y ese ha sido el motivo por el que la obra ha sido tan influyente y ha conseguido dejar establecido el medio del cómic como una forma de arte narrativo legítimo para un público que normalmente no suele leer cómics.

Uno de los aspectos más molestos de la pretenciosidad “Art-School” de RAW es que, por mucho que yo lo odie, he de admitir que fue bastante efectiva. Sin esa vena “avant-garde”, probablemente RAW habría acabado en un cubo de basura junto a “Arcade”. Así que me veo forzado a reconocer la sabiduría (quizá instintiva) de Spiegelman: sin ese parloteo de enteradillo, deconstruccionista, neo-dadaista y con dibujos que muy a menudo eran expresionistas y contemporáneos, cualquier otra revista de cómic nunca habría sido capaz de ganar la suficiente atención por parte de esa comunidad que abraza las artes mayores y la literaria, y tampoco habría sido recibida en los círculos artísticos de vanguardia.

Desde diciembre de 1992, Spiegelman ha sido uno de los contribuyentes habituales del prestigioso New Yorker Magazine, con ilustraciones para la portada y el interior, y circunstancialmente, también hemos podido ver algunos nuevos cómics. Además, tal y como lo ha descrito el propio Spiegelman, “soy un consultor del lado visual de la revista. Junto con Françosie Mouly, somos el cuartel general de todo esto. Nuestra labor es recomendar a personas y proyectos, pero no somos los editores de los “cartoons”.

Ciertamente, The New Yorker es una de las publicaciones periódicas más respetadas del país, logrando un público urbano, refinado y literario. Es el tipo de revista que asume que sus lectores entenderán una broma sobre Lucian Freud o una portada paródica que representa a dos monumentales bañistas en motos de agua dibujadas al estilo de Picasso. Además, también ha publicado algunos artículos periodísticos de investigación extremadamente buenos y detallados, así como descripciones de figuras culturales. Si hay algo que podría criticarse de la revista (y quizá no esté siendo demasiado justo, porque de todas formas no la suelo leer religiosamente), podría ser que nunca refleja el punto de vista de la clase trabajadora. Tenemos asumido que el mundo de la cultura suele proteger a los académicos profesionales, urbanos y adinerados, y dicha presunción no es del todo inexacta, aunque también pasa por alto la aparición durante la posguerra de un enorme grupo de “culturetas” altamente educados pero pobremente remunerados que a veces mostraban una actitud crítica con las “élites” culturales más tradicionales.
Spiegelman consigue un admirable éxito cuando declara como objetivo prioritario que algunos de los “artistas” del cómic alternativo puedan trabajar en un lugar en el que su obra se ve expuesta a un público más amplio y sofisticado, un público que nunca nadie habría conseguido que entrase en una tienda de cómic o incluso que hubiese escogido por sí mismo un cómic de unas de las estanterías de novedades. Como el proceso de crear cómics alternativos es una empresa ingrata y a veces no demasiado bien pagada, esto también les permitirá a estos historietistas tener la oportunidad de trabajar para poder pagar sus facturas, y quizá dejar la puerta abierta a otras asignaciones igual de lucrativas. Diría que como beneficio colateral es muy probable que los directores artísticos de las agencias de publicidad y de otros estudios comerciales se queden más impresionados con las ilustraciones que aparecen en The New Yorker que con algún oscuro comic book editado en blanco y negro. Desde que Spiegelman empezó a trabajar en la revista, una variable galaxia de luminarias del cómic independiente como Gary Panter, Charles Burns, Mark Zingarelli, J.D. King, Carol Lay, Doug Allen, Sue Coe, David Mazzucchelli y Lorenzo Mattoti han ido apareciendo en sus páginas de forma regular, con incursiones ocasionales de Jaime Hernandez, R. Crumb, Kaz, Dave McKean y Bill Griffith.

Lo que resulta aún más sorprendente es que el trabajo de estos artistas encaja en la revista sin ningún problema. No me refiero a los ensayos en forma de tira, que son relativamente raros y bastante notables, sino a las ilustraciones para anuncios que comprimen la mayor parte de estas colaboraciones. Algunas han sido realizadas para ilustrar artículos sobre teatro y cine, etc, pero parecen haber sido reproducidas de forma minúscula, y por supuesto, también han sido reproducidas a color en lugar de un habitual blanco y negro, lo que me parece que marca una diferencia. Además, parece que este tipo de ilustraciones más sueltas derivadas del trabajo habitual de los “cartoonistas” es mucho más popular en los estudios de arte comercial, y produce un fértil cruce de gran nivel entre los cómics de la New Wave y los dibujos realizados para publicidad comercial. Por supuesto, algunos dibujantes como Mattoti y McKean siempre han trabajado con un estilo que no parece de cómic. Hay obvias excepciones, como las ocasionales piezas realizadas por Jaime Hernandez y Charles Burns, piezas que gritan ¡comic book! por todos lados.
Desafortunadamente, algunas de las ilustraciones tienen una apariencia bastante blandengue, supongo que con la intención de asumir mejor el carácter más bien a menudo mediocre de la materia para la que se han contratado los lápices de estos dibujantes. Esa es la naturaleza del monstruo llamado arte comercial, donde supongo que el dibujante tiene que trabajar en un espacio sin la libertad suficiente como para llevar a cabo aquello que más le interesa, debido a que le van a pagar por dibujar. Un buen ejemplo puede ser la corta tira de Charles Burns titulada “Bookworms”, sobre dos cretinos urbanos en una fiesta ofrecida por el DJ Howard Stern. En su mayor parte, la tira retrata a gente estúpida. El dibujo está muy bien, pero carece de ese fuego y de esas cualidades particularmente viciosas que te podrías esperar de una obra realizada con la imaginación de Burns, ¡especialmente en una historia donde se está diseccionando a un puñado de repugnantes patanes!

(Continuará)

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