jueves, 13 de diciembre de 2012

INTRODUCCION A TANTRUM (JULES FEIFFER), POR NEIL GAIMAN

En una de las historietas de Jules Feiffer de mediados de los sesenta aparece un bebé con apenas la edad suficiente como para caminar catalogando los agravios que le han ido infligiendo sus padres, cada indignidad acompañada por un tranquilizador: “Mami ama al bebé. Papi ama al bebé”.

"Lo que sea que signifique el amor…", dice el bebé mientras ensaya sus primeros pasos, "casi no puedo esperar hasta hacerme lo suficientemente grande como para devolvérselo del todo."

Descubrí a Jules Feiffer en Inglaterra en 1964 o 1965 cuando tenía... ¿cuántos? ¿cuatro años? ¿cinco, quizá? Fue en un libro de tapa dura con la portada de color azul titulado “The Explainers”, la recopilación de Feiffer de 1962, y procedí a leérmelo como sólo un niño podría leerse uno de sus libro favoritos: una y otra vez. Disponía de poco o ningún contexto para interpretar el surtido de perdedores y soñadores y amantes y bailarines y jefes y madres y niños y hombres de empresa que aparecían en el libro, pero seguí leyendo y releyéndolo, tratando de entenderlo, contento con lo poco que podía comprender de aquellas páginas, que Feiffer describía como "un parloteo interminable de interés por uno mismo repleto de auto-aborrecimiento, auto-búsqueda y evasión.” Lo leí y releí, estando seguro de que si lo entendía todo, sería recompensado con algún tipo de clave para poder comprender el mundo adulto.

Fue el primer sitio donde me encontré a Superman: en una tira donde "rescataba a una chica de un río" y finalmente se casaba con ella. Nunca me había encontrado con la palabra “chick” [chica] antes, por lo que asumí que Superman se había casado con un pequeño y mullido pollito amarillo. No tenía ningún sentido, lo mismo que cualquier otra cosa del mundo adulto. Pero tampoco me importó demasiado: entendía la trama fundamental, el compromiso y la inseguridad, de la misma forma que era capaz de entender cualquier otra cosa. Lo leí una y otra vez. En todas las páginas aparecían algunos dibujos, en otras algunas tiras. Decidí que cuando fuese mayor me gustaría hacer algo similar. Quería contar esas historias y hacer esos dibujos y disponer de esa perfecta sensación de ritmo y el giro asesino de la última frase que socavaba la historia por completo.

(Nunca lo hice y nunca lo haré. Pero los éxitos que he conseguido como escritor en el campo de las-palabras-y-los-dibujos se encuentran fuertemente enraizados en el análisis minucioso de “The Explainers”, y en la lectura de sus diálogos. En intentar comprender los misterios de la economía y el ritmo que conformaban el particular estilo de Jules Feiffer.)

Eso fue hace treinta años. Durante los años siguientes, las tiras que leí en “The Explainers” y más tarde en los ejemplares que descubrí de “Sick, Sick, Sick” y “Hold Me!” han esperado pacientemente agazapados en la parte trasera de mi cabeza mientras me comentaban los acontecimientos que iban sucediendo a mi alrededor. ("¿Por qué ella está haciendo eso?" "Para bajar de peso." / "Tú no representas la perfección... pero tienes un interesante color poco convencional... y, además estás poniéndote oscuro." / "Qué daría yo por no ser un inconformista como todos los demás." / "Nadie lo sabe en realidad, pero soy una obra de ficción al completo.")

Y siguió y siguió así. Y fue pasando el tiempo. Aprendí cómo ensamblar frases. Feiffer continuó dibujando tiras, convirtiéndose en uno de los comentaristas políticos más afilados que haya trabajado jamás en el medio, y escribió obras de teatro, películas y novelas.

En 1980 recibí una llamada de mi amigo Dave Dickson, que estaba trabajando en una librería local. Acababa de editarse un nuevo libro de Jules Feiffer titulado Tantrum. Había pedido una copia de más para mí.

Yo había dejado de leer la mayoría de cómics años antes, y mis compras se limitaban a las ocasionales reimpresiones de The Spirit de Will Eisner (no tenía ni idea de que Feiffer había trabajado como asistente de Eisner.) No estaba demasiado seguro de si los cómics podían ser, como había supuesto previamente, un medio verdaderamente maduro. Pero era algo que había hecho Feiffer y yo estaba a punto de comprarlo. Así que compré Tantrum y me lo llevé a casa y me lo leí.

Sobre todo, recuerdo quedarme perplejo. Con toda certeza, estaba en presencia de una historia real, auténtica, pero más allá sólo podía mostrar perplejidad. Era una verdadera “novela cartoon”. Pero tenía poco sentido: era la historia de un hombre que quería volver a tener dos años de edad. En realidad no entendía “los porqués” o “los qués” de esta cosa, y ciertamente tampoco entendía el final.

(Los diecinueve años es una edad complicada. Cuando la estás viviendo se sabe mucho menos de lo que se cree. De todos modos, sabes mucho menos que con cinco años.)

Por lo menos yo era lo suficientemente brillante como para saber que las lagunas eran problema mío, y no de Feiffer. Cada poco tiempo volvía sobre Tantrum para releérmelo. Todavía tengo esa copia. Está muy maltrecha pero estoy enamorado de ella. Cada vez que la volvía a leer adquiría un poco más de sentido, la historia me parecía un poco más apropiada.

Pero aún con toda la perplejidad que originalmente había sentido ante Tantrum, sigue siendo una de las pocas obras que me hicieron comprender que los cómics eran simplemente un recipiente, tan bueno o tan malo como el material del que estuviesen rellenos.

Y el material que rellena Tantrum es realmente bueno.

He vuelto a leer Tantrum hace un mes.

Ahora, mientras estoy escribiendo este texto me encuentro a un tiro de piedra de la edad de Leo, que tenía dos alboratadores hijos viviendo su adolescencia. Sé lo que es estar en ese lugar. Tengo una hija de dos años, una criatura decidida y egoísta de extremada sencillez y voluntad implacable.

Y en cuanto me releí Tantrum empecé a entenderlo (aunque reconozco) que a un nivel bastante extraño y personal. Entendía por qué Leo dejó de tener 42 años y empezó a tener dos, aprecié las ventajas que posee un niño de dos años sobre alguien de cuarenta y dos, ventajas que más o menos se han perdido al llegar a la edad adulta.

Lo que impulsa a Leo al volver a tener dos años parece absolutamente simple. Quiere que le lleven a caballito. Quiere que lo bañen y le cambien los pañales y le mimen. Como anciano de 42 años estaba viviendo una vida enervante, insípida y rutinaria. Ahora quiere vivir aventuras, aunque propias de un niño de dos años. Quiere lo que los viejos cuentos populares contaban que querían las mujeres: quiere hacer las cosas a su manera.

A lo largo del camino vamos conociendo a sus padres, su familia y a otros hombres-que-han-vuelto-a-cumplir-dos-años-de-edad. Vemos cómo no termina quemando la casa de sus padres. Lo vemos salvando una vida. Lo vemos buscando a alguien para jugar y podemos ver qué camino escoge al hacerlo. La historia es atractiva, surrealista, irresponsable y completamente verosímil.

En Tantrum todo y todos están dibujados, rotulados y creados a toda pastilla, con el acelerador echando humo: se tiene tal impresión de impaciencia con el mundo que a Feiffer le habría resultado difícil haber dibujado más rápido. Es como si estuviese intentando mantenerse al día con las ideas e imágenes que iban surgiendo de su cabeza, tratando de capturarlas antes de que se escapasen y se marchasen para siempre.

Feiffer ya había explorado las relaciones entre los niños y los adultos antes, sobre todo en Munro, su historia con moraleja de un niño de cuatro años que es reclutado por el ejército de EE.UU. (más tarde sería filmada como cortometraje ganador de un Oscar). Los niños también pueblan las tiras de Feiffer, son pequeños niños adultos no demasiado inteligentes, a veces se parecen a los que aparecen en Snoopy, pero son niños reales que aparecen como comentaristas o como contrapunto del mundo de los adultos. Incluso los niños de Clifford, la primera tira de Feiffer, una sola página de “back up” para Spirit que aparecía en los periódicos, daban la sensación de que estabas ante niños de verdad (excepto tal vez por Seymour, quien al igual que Leo, era lo bastante joven para ser todavía una fuerza de la naturaleza).

Tantrum era diferente. El término “niño interior”™ no sólo acababa de ser acuñado en el momento en el que se escribió la obra, y mucho menos se había degradado como moneda común para comediantes, sino que destacaba como una exploración del mismo y como cauteloso y alegre canto sobre la niñez.

Cuando se escriba la historia de la novela gráfica (o como sea que se terminen llamando las historias largas para adultos creadas mediante palabras e imágenes en el momento en que contar esa historia resulte apropiado), habrá un capítulo entero dedicado a Tantrum, una de los primeras obras de este estilo, una obra que sigue siendo una de las cosas más sabias y nítidas jamás creadas bajo esta extraña categoría editorial. Además es uno de esos libros que junto con “Contrato con Dios” de Will Eisner, comenzó el movimiento que nos proporcionó obras como Maus, Love and Rockets o From Hell. Obras capaces de estirar la capacidad de lo que alguien es capaz de hacer con palabras e imágenes que además no podrían haber sido cualquier otra cosa excepto lo que eran: una suma de imágenes y palabras que forman algo que ni es una película, ni una novela, ni tampoco una obra de teatro. Algo que intrínsecamente es un cómic, con todas las ventajas del medio.

Estoy encantado de que Fantagraphics haya vuelto a imprimir el título, después de leerlo de nuevo no tengo duda alguna de que tú también lo estarás...

Neil Gaiman. Marzo de 1997.

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