miércoles, 16 de noviembre de 2011

Harvey Pekar 1939-2010, por Alan Moore


Harvey Pekar 1939-2010, por Alan Moore

Nota: el año pasado falleció uno de los artistas que mejor ha sabido expresar lo importante que resulta el día a día. Aprovechando que La Cúpula acaba de editar su segundo tomo antológico de American Splendor, rescato un artículo que Alan Moore escribió en homenaje a Harvey Pekar para el Washington Post y que nunca fue publicado.

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Me encontraba en Washington a finales de 1980 visitando el ya desaparecido Christic Institute, y hablando de algunos proyectos con mi amiga, la valiente activista Joyce Brabner, cuando conocí por primera vez a su marido Harvey Pekar. Harvey había inventado prácticamente el género del cómic autobiográfico, y había dotado a una industria que precisamente no se caracteriza por su vitalidad y sus nuevas ideas con una de las voces más sublimes y originales de las que el medio del cómic había oído hablar jamás. Sin embargo, aquí se encontraba, en Washington, para acudir a la primera sesión de la adaptación teatral de American Splendor, lejos de su amada Cleveland, y la mencionada maravillosa y única voz de este hombre se estaba yendo claramente al infierno. Por razones ante las que él mismo parecía desconcertado, la laringe de Harvey se constreñía en momentos de estrés, reduciendo todas sus declaraciones a un graznido estrangulado, y parecía que la tensión era el compañero más constante de Harvey. Era casi como una condición provocada por su singular visión del mundo, las ideas gloriosas de un humano decidido, un hombre decididamente ordinario sometido a toda la presión de la rutina diaria que implica dicho término. Muchas de sus a menudo maravillosas observaciones llegaban desde el Hospital de Veteranos donde continuaba trabajando, y de un Harvey Pekar poco elegante y con una cara de expresión de constante dificultad que era más dura de lo que uno podía imaginarse.

En aquella ocasión, los nervios y la voz de Harvey casi habían llegado al límite debido a sus características preocupaciones sobre cómo iba a ser recibido el espectáculo, y le recordé la ocasión en que me preguntó cómo hacía yo frente a las malas críticas, a lo que le respondí que probablemente la mejor forma fuese hacer el mismo caso omiso que a las buenas. Me gustó muchísimo y me quedé muy impresionado por el hecho de que una fuerza creativa tan importante también fuese tan humilde y una persona tan profundamente concienciada. Según pasó el año tuve el honor de poder utilizar mis escasas habilidades para el dibujo en una de las páginas que relataban de forma seriada el American Splendor de Harvey, uniéndome de forma inmerecida a una impresionante lista de talentos que incluía desde maestros tan consagrados como Robert Crumb a maestros no tan reconocidos como Frank Stack. Me las arreglé para encontrarle una rara colección de Katherine Mansfield para alimentar su furtivo “alcoholibrismo” de anticuario [en el original: antiquarian book-aholism]… él la coló en una casa que ya estaba preocupantemente repleta de libros e hizo todo lo posible por esconderla en la pila del lavabo… y yo retuve esa afectuosa aunque subrepticia conexión entre él y Joyce.

La siguiente vez que vi a Harvey fue hace unos años, cuando Joyce, él y Danielle, su hija adoptiva alarmantemente inteligente y hermosa, se vieron envueltos en la resaca de la versión cinematográfica de American Splendor. Se encontraban recién aterrizados en Inglaterra, concretamente en Northampton, haciéndonos una visita memorable a mí y a mi esposa Melinda, que sigue conservando una fotografía de todos nosotros y una bola de lana que Joyce se dejó mientras se encontraba sentada a la mesita del café. Esta vez Harvey estaba tranquilo, relajado y tenía buena voz; era el mismo tipo normal, pero de vacaciones por Europa, pasando el rato con los amigos y su claramente amada familia. Su explosión en Hollywood, aunque obviamente, abrumadora, no había cambiado en absoluto la forma en que Harvey veía el Mundo. Joyce y él incluso habían logrado adquirir de forma ingeniosa los muebles de su casa recreados para la película, ¡exactamente iguales que sus viejos muebles, pero nuevos! Traté de forzar el músculo creativo para realizar otra página de American Splendor junto a él, pero nunca volvimos a vernos.

Y entonces, apenas hace dos días, cuando me dirigía al quiosco a recoger una copia de la nueva revista Juxtapoz, porque me había dado cuenta de que incluía una entrevista con Harvey, el amigo que estaba conmigo en ese momento me informó de su muerte el fin de semana anterior. Entre la oleada de recuerdos y sentimientos que la noticia trajo consigo, la imagen más clara y que más me quemaba era aquella única página de la obra de Harvey, enterrada en algún lugar de un número extraviado de American Splendor, y diseñada por un artista cuyo nombre no puedo recordar. Se trataba de un relato totalmente sin palabras que describía a un autor decaído en un día caluroso que entraba en su cocina para cortar una esquina de un paquete de aluminio de limonada concentrada, exprimía su contenido gelatinoso en un vaso y luego añadía un espumoso chorro de agua limpia del grifo antes de tomar un sorbo con rostro feliz, y esa era toda la historia. Fue escrita por un hombre bueno y honorable que observó cada instante ordinario de su vida con la intensidad de un poeta, que vio la eternidad en cada momento, incluso en aquellos en los que estaba disfrutando de un vaso de limonada de marca comprada en una tienda. De hecho, particularmente en aquellos momentos. La cultura ha perdido a un atemorizador gigante, y yo lo voy a echar terriblemente de menos.

1 comentario:

Suso dijo...

Emotivo.😔

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