Goudou Goudou, 3 de 10. Posteado por Ann Nocenti el
22-11-2010 en Hilobrow. Aquí el post original. Traducido por Félix
Frog2000.
-Goudou Goudou 1
-Goudou Goudou 2
--------------------------------------------
Son como una mancha borrosa en la distancia, sucios como los mineros del carbón surgidos de las profundidades. Un espejismo difuso de siluetas en la cresta de una colina, algo ardiente que se está acercando. Vienen ondulando por la carretera, como si los hubiesen lanzado desde una nube negra.
-Goudou Goudou 1
-Goudou Goudou 2
--------------------------------------------
Son como una mancha borrosa en la distancia, sucios como los mineros del carbón surgidos de las profundidades. Un espejismo difuso de siluetas en la cresta de una colina, algo ardiente que se está acercando. Vienen ondulando por la carretera, como si los hubiesen lanzado desde una nube negra.
Se acercan, medio salvajes, hombres casi completamente
desnudos, sus mandíbulas endurecidas y sus ojos rojos manchados de hollín.
Hombres delgados con llamativos destellos de color en sus cuerpos manchados: colas rojas bifurcadas cayendo bruscamente desde sus traseros elevados, entre el alborotado pelo encrespado cuelgan muñones de cuernos plateados, una mueca
blanca en la que se pueden ver dientes, el resplandor de limón de sus
rojizos labios. Se deslizan por la calle, una manada de terror fracturado, pistoleros
que van discurriendo por la amplia carretera en busca de sus objetivos. Los niños
se dispersan por delante, otros se arrastran detrás de ellos. Pequeñas sombras
furtivas.
Las mujeres y los niños se refugian en las sombras de los
umbrales. Las ancianas se detienen sin escapar, seguras de que están a salvo.
Un chico joven se coloca una botella quemada sobre sus
pantalones cortos y empuja su falo de plástico contra las chicas, follándose
el aire, demasiado joven como para que su acción sea otra cosa que insolencia y
descaro juveniles. Otro azota el aire con un palo ennegrecido, dándose bombo con su capacidad para asustar. Las niñas chillan y se echan a correr, los
chicos tratan de mantenerse firmes en su posición, aunque finalmente también se retiran.
Las tintadas hordas merodean y atacan, extendiendo su ruda
mancha por todos lados. Un cuerpo da bandazos cerca de mí con su tenso vientre ennegrecido, la cara perdida en una mancha de polvo azul. Hace contacto conmigo. Yo doy
marcha atrás y empiezo a correr. Huelo la mancha en el brazo allí donde me ha
tocado, es dulce y quema. Estoy alarmada, emocionada y algo enamorada.
¿Quiénes son? ¿Podría yo correr junto a ellos?
Es Carnaval en Haití. Una época donde las tensiones del año se
desvanecen, un tiempo donde cualquiera puede expresarse, re-imaginarse, disfrazarse. Los fabricantes tradicionales de máscaras crean bestias, pájaros, peces,
barcos, carros, monstruos, demonios angelicales y ángeles endemoniados. Logran
que esos nuevos advenedizos con sus trajes de sátira social se resientan, como
los "hombres de plástico" que convierten sus cuerpos en montañas de
botellas verdes o en vertederos de basura oxidada para protestar por la
contaminación.
Las personas se disfrazan por tribus, realizan simulacros de
juicios, teatralizan simulaciones de corrupción en las plazas públicas, los
Judíos Errantes se meten en medio de los juicios. Los disfraces son
antiguos y severos, tontos y caprichosos, libertinos y sensuales. La ciudad
está viva con el mismo frenesí que se puede ver en las casas caminantes, las briznas de hierba
ondulantes y las ranas humanizadas que brincan en los dibujos animados. Las
mujeres parecen un torbellino, aquí y allá se vislumbran hombres sobre
zancos. Las calles estallan en un choque apasionante de música y color. Cuanto
más me pierdo en este maníaco torbellino, más feliz me encuentro. El Carnaval me
obliga a tropezar contra dobleces particulares de mi persona, aberraciones que nunca había sospechado que sería capaz de llevar a cabo.
He estado enseñando a rodar cine de ficción en Haití, a
construir narrativas de forma improvisada. El año pasado me decidí a explicar cómo rodar un documental, justo antes del Carnaval. Mientras estábamos preparando la
mascarada les dije a mis alumnos que tienen que intentar encontrar personajes interesantes a los
que entrevistar. Además deberían desarrollar una historia: ¿será nombrada
Reina del Carnaval aquella belleza que baila de una forma tan poderosa? ¿Qué pasa con
la animosidad existente entre los fabricantes de máscaras tradicionales y los
nuevos escritores satíricos? ¿Se podrá escabullir de la vigilancia paterna el
chico católico al que se le ha prohibido participar en este evento pagano?
¿Ganará el grupo favorito la batalla de bandas?
Pero ahora que he podido verlos, me he obsesionado con los
hombres tintados de negro. En todo el mundo el Mardi Gras suele tener la misma entonación espectacular, pero la gente pintada con carbón es muy diferente.
Filmar su historia me parece esencial. Mis estudiantes son reacios a
buscarlos, aunque todavía no sé por qué. Sé que cualquiera puede ser cauteloso, cualquiera puede no disponer de un fuerte impulso periodístico, o puede no estar dispuesto a invadir la privacidad de
los demás, ser respetuoso. Tal vez sean demasiado temerosos como para
enfrentarse a la novedad.
Durante el último año, mi estudiante Zaka estuvo trabajando
en un guión que trataba sobre los carretilleros, por lo que le sugerí que entrevistase a
esas personas para que su historia tuviese más matices. Durante dos horas tuve que infundirles ánimo a mis estudiantes para lograr convencerlos de que debían intentarlo. Se acercaron a
los hombres de las carretillas como si estuviesen afrontando su perdición. Pero en cuanto superaron la barrera de la vergüenza, y como los hombres
estaban dispuestos a ayudar, nos pasamos una hora enfrascados en una conversación. Los carretilleros estaban tumbados en sus carretillas o
compitiendo por trabajos como subir las altas colinas para los que normalmente se necesitan ruedas y que
apenas les hará ganar el dinero suficiente como para tener
algo que echarse a la boca. Nos hablaron sobre la vergüenza que sienten al realizar este trabajo,
por lo que suelen hacerlo fuera de su propio vecindario. La mayoría de ellos
observaban a las mujeres que pasaban caminando, las silbaban y flirteaban con
ellas para quitarse el aburrimiento de encima. Terminó siendo una investigación
clave para lo que ha acabado convirtiéndose en una encantadora película de Zaka sobre un día en la vida de un carretillero.
Pero lo que quiero hacer ahora es más difícil de vender. Los tambaleantes cuerpos
de los hombres manchados de carbón no resultan tan fáciles de abordar. Finalmente,
mi estudiante Ralphden me dice que intentará indagar, que los conoce.
Ralphden se ha distanciado del resto, y me doy cuanta de que es un distanciamiento real. Es como si
hace mucho tiempo hubiese tomado la decisión de que él es alguien especial y que debe cuidar ese estatus que se ha auto-impuesto, absteniéndose de arriesgarse o
exponerse demasiado, por lo que simplemente intenta pasar desapercibido sin hacer nada. De todos modos es una teoría que yo misma me he montado, aunque sé bien que con mi limitada lengua criolla nunca estaré realmente segura de
nada. Pero aún así intentaré esperar con la esperanza de que él mismo salga adelante.
Mientras tanto filmamos a reinas de la belleza y bandas,
creadores de máscaras y travestís. Dos de mis estudiantes, Marie André y
Lamour, se mezclan con un grupo y nos apresuramos a conocer a un viejo que me presentan
como Eugene. Hace cincuenta años creó a un personaje de carnaval basado
en un asesino brutal, un policía militar llamado Charles Oscar. Oscar tenía las
encías retraídas y los dientes de conejo, lo que convertía su boca en una cosa grotesca que parecía preceder a su rostro. Eugene diseñó una caricatura de la
boca que ató sobre la suya. Construyó altas botas de policía con cartón y las
pintó de negro, aunque no obstante sea capaz de aplastar lo que sea con ellas. El
traje de Chaloska, tal y como lo llaman, ridiculiza el monstruo que era Oscar
y también tiene ciertas reminiscencias de los Tonton Macoutes con esos ojos malévolos
envueltos por las gafas oscuras, un escuadrón de la muerte que parece tener rostro
de zombie, de no-muerto capaz de infundir el terror.
Eugene se sienta en la base de un árbol. Su rostro parece
aspirar las cosas hacia su interior y tiene la apariencia de un mentecato, su
espíritu se dirige hacia cualquier otro sitio que no sea el del brillante y
caliente día que estamos disfrutando. Apoya los labios en su regazo. Labios hinchados
hechos de tela roja de peluche con un puñado de dientes de vaca cosidos en dos
filas. La boca brutal de Charles Oscar. El viejo no dice nada. Ahora mismo se encuentra en
otra parte.
A su alrededor algunos jóvenes están cortando cartón, pintando
sombreros y botas, añadiendo tapas de botellas para que sus andares sean más
ruidosos. Un recordatorio de que los malos hombres son capaces de aplastar a la gente bajo sus
botas.
Eugene es muy anciano. En un año estará muerto.
Parece querer recordar más al personaje de Carnaval que su propia vida. Se desploma
como si estuviese dormido, pero si alguien grita "¡atención!", salta
hacia arriba y repite el grito con un saludo mientras agita el brazo. Ha dejado gran
parte de su vida atrás, aunque parece estar obligado a resucitar al
personaje que él mismo ha creado.
Los jóvenes visten cariñosamente a Eugene con su disfraz. Empieza a bailar arriba y abajo por el callejón gritando: "¡atención!" Su grito tiene la intención de advertir que han
llegado los hombres malvados. Algunos otros se visten como Chaloska, con variaciones en
las solapas, en las medallas y las gorras, forman su propio equipo de
soldados. Uno añade un pico de pato a su boca y ladra órdenes a sus aduladores.
Un gordo escribe en un libro, dejando constancia de sus asesinatos. El fuerte
paso, paso de ganso, aplasta el suelo del callejón, mientras cantan y se
deslizan formando una línea militar sincopada.
Al día siguiente Ralphden me dice que la gente tiznada de
carbón ha aceptado que les filmemos. Estamos en un callejón detrás de un puesto
de lotería. Los hombres se desnudan, mezclan baldes de sirope con restos
carbonizados raspados de los hornos de una panadería, polvo de carbón vegetal,
a veces también usan melaza. Se frotan suavemente unos a otros con esa mezcla
viscosa para conseguir que su piel sea más negra que el color negro.
¿Por qué? Pregunta un chico.
“Necesitamos ser negros.”
“Eres negro.”
“No, realmente negro. Más negro. Tan negro como los
esclavos.”
Nos movemos a través de la masa de cuerpos mientras filmamos: las
manos frotan la piel, la piel empieza a volver de color oscuro hasta el más
oscuro de ellos, una parte del cuerpo cada vez. Nos hacen hueco respetuosos, sin tocar
nuestras cámaras. Se ríen y bromean, se pintan tiernamente los unos a los
otros, esperando pacientemente en fila para llegar hasta los cubos. Plastifican sus
falos, hacen alarde de sus posaderas a través de agujeros practicados en sus
pantalones, pintan algunos accesorios: una maleta, una cámara, cuernos. Son empresarios
ennegrecidos, camarógrafos ennegrecidos, travestís, prostitutas negras,
demonios negros. Pequeños muchachos de dulce rostro que transforman sus rasgos en
miradas duras de hombre y se ciernen por encima de ellos. El estado de ánimo es
positivo y están animados. Son artistas deseosos de entretener a su público.
La mezcla de dulzura y hollín atrae las moscas hacia la
piel. Las siluetas de los hombres brillan y se emborronan. Belcebú, una de las
muchas manifestaciones del diablo. Sabes de él por la multitud de moscas que
se pueden encontrar cerca.
La gente de carbón, Lanse Kód, o “los lanzadores de cuerda”.
Más tarde me enteré del término correcto, ¿recreamos la revolución de
Haití?, la primera rebelión exitosa en la historia del mundo. Las cuerdas
representan las ataduras de los esclavos. Usaron sus propias ligaduras para
azotar a sus amos caídos.
Las calles están repletas. Un hombre pinta a su bebé de
negro y se lo pone sobre los hombros, le da un aspecto como si tuviese dos
cabezas. Otros se ponen trozos de limón en la boca, manchas de color amarillo
que brillan como soles en la noche. Un hombre ha construido un falo discotequero de
plata brillante tan grande como un tronco. Se lo ata con orgullo altivo.
Otro hombre salta apresuradamente y se dirige ansioso hacia el público, listo para arengar a las masas: "¡No entréis en las casas! ¡No
hagáis daño a la gente! ¡Sed respetuosos!", grita apuntándonos con el
látigo.
Nos vemos envueltos por una ola turbulenta de cuerpos y gritos
de guerra. La rebelión ha comenzado. Algunos corren en zapatillas blancas de
deporte, sus pies centelleantes buscan, absurdamente, convertir la procesión en
una maratón. A medida que el enjambre negro retrocede por una colina empinada,
empezamos a perseguirlos con nuestras cámaras, saltamos sobre nuestras
motobikes, los adelantamos y filmamos la parte frontal de la carga.
Eso fue el año pasado, pero este año las cosas son muy
diferentes. El terremoto de enero ha dejado aturdidos a los haitianos y los ha empujado hacia otro mundo donde la celebración despreocupada resulta imposible. Los
colores del Carnaval están bajo toneladas de escombros. Ahora todo el
mundo lleva el mismo traje: una mirada fija de mil yardas de longitud.
El Carnaval se ha cancelado. Por lo que se sabe, algo
que nunca había ocurrido en la historia de Haití. Es como si la
Navidad de Kansas hubiese sido cancelada. El Carnaval pertenece a las calles.
¿Cómo puede no haber Carnaval?
Hay rumores de que se va a celebrar una Marcha Silenciosa. No usarán las
máscaras, solo se llevarán en la mano. No habrá alegría desatada. Se comenta que quizá se puedan ver algunos “disfraces del terremoto” tejidos con seda hecha jirones, una aleteante lluvia de ruinas.
La mañana de la Marcha Silenciosa me tomo un café con
algunos trabajadores de las ONG que traen malas noticias. Me dicen que la
estancia media en un campamento es de diez años. Ese es el tiempo que lleva
reconstruir las cosas. El trabajador que ha venido a ayudar se convierte en un prisionero
de por vida que se traslada de un país a otro, sin casa, y no está más
próximo a nadie que a su propio cinismo. Mi interlocutor es un gran hombre
vestido con un chaleco caqui con muchos bolsillos, su cara gastada por el
tiempo y la arrogancia propia de un hombre que ha estado en ciertos lugares, ha hecho ciertas cosas, ha perdido mucho. Como alguien que tiene solo un cierto atractivo, como
un Porsche abollado o un caballo pura sangre cojo, lo “vintage” y el
linaje todavía son bastantes patentes detrás del uso y el desgaste. Me
dice que las multinacionales están intentando arrendar las tierras alrededor de los campos para empezar a construir fábricas de explotación.
Los vagabundos haitianos son trasladados en autobuses a
campamentos situados en zonas conflictivas, sin empleo, atrapados y dependientes de
ayuda, trabajarán por algo menos que nada. Termina su deprimente perorata, se
apoya en su SUV con aire acondicionado y regresa a su mansión alquilada.
Hago auto-stop y un motorista me recoge y me lleva hasta mi aula
en la descolorida tienda militar. La directora de la escuela, Paula, me tiende una
mandarina con una expresión socarrona en su seductor rostro que la hace parecer
Yavéh. Deslizo un gajo en mi boca y éste me parece la más esencial,
revitalizante y deliciosa fruta que he probado jamás. Paula me mira de esa
forma que parece decir que sabe lo que pienso, y que todo irá bien.
Me reúno con los estudiantes, nos amontonamos en la camioneta y en las
motobikes, salimos en busca de la Marcha Silenciosa.
En una plaza pública los niños vestidos con apretadas
camisas blancas y aseados pantalones negros esperan a que les unten sus
confiadas caritas con puntos blancos. Una banda de música se empieza a calentar
extrañamente con "Auld Lang Syne". Un sacerdote vudú que
entrevistamos hace un año está parloteando por su teléfono móvil, vestido con
un andrajoso traje púrpura de terremoto. El año pasado sacudió algunos cráneos
y cadenas delante de mi cara. Cuando le pregunté que dónde los había conseguido, me
contestó: "Hay cosas que es mejor no preguntar".
Pintan banderas negras con tristes despedidas para las
víctimas del terremoto. Los hombres ennegrecidos llevan velas blancas. Se
distribuyen tiras de tela negra para atarlas alrededor de
los brazos, de los tambores, de los cuernos, de los muslos. Todo es en blanco y
negro con toques de color púrpura de luto. La marcha es lenta, caliente y
silenciosa excepto por el gemido de lamento producido por la banda de música. Mis
estudiantes se apresuran, lanzándose con las cámaras al suelo para rodar las
filas de pies que se precipitan hacia sus rostros, subiéndose a los tejados para
captar la longitud de la marcha. Están documentando un acontecimiento
histórico: la primera, y espero que única, Marcha Silenciosa. Posee rasgos de
marcha fúnebre, un estilo a lo Nueva Orleans en segundo plano, aunque
bastante diferente. De algún modo, horas más tarde todo el mundo termina en el
cementerio, donde recientemente se ha excavado una tumba.
Lanzamos nuestros brazaletes negros dentro. Empieza a
soplar el viento. Levemente impulsados, durante un momento aletean lentamente en el aire y
luego se deslizan en el interior.
---------------------------------------------------
*** La Marcha Silenciosa en Vmeo
---------------------------------------------------
*** La Marcha Silenciosa en Vmeo
No hay comentarios:
Publicar un comentario