Goudou Goudou, 8 de 10. Posteado por Ann Nocenti el
17-01-2011 en Hilobrow. Aquí el post original. Traducido por Félix
Frog2000.
Pinzas en las mejillas, en las cejas, en los labios que cuelgan como pendientes,
con el rostro encanillado como si intentase hacer frente a un puerco espín
gigante. Pinzas en filas recortadas a lo largo de su cuello y brazos, creando
la sensación de un lagarto abanicándose. Su rostro estoico está sujeto
no sólo por las pinzas de la ropa y por el dolor, sino también por la
humillación. Cada “pin” representa un juego perdido, los
espectadores se burlan y le toman el pelo. Se sienta bajo un platanero frente a
su oponente, colocando sus fichas con una constante deliberación que no parece
que le esté funcionando.
El adversario se reclina en una silla más grande que él mismo, tanto que sobresale por encima de su cabeza. Intenta aferrarse a su racha ganadora. Le da una palmada a la mesa de dominó con gusto, como si pudiese mejorar las baldosas manchadas con su especial victoria “juju”. Y a lo mejor puede que le funcione.
El adversario se reclina en una silla más grande que él mismo, tanto que sobresale por encima de su cabeza. Intenta aferrarse a su racha ganadora. Le da una palmada a la mesa de dominó con gusto, como si pudiese mejorar las baldosas manchadas con su especial victoria “juju”. Y a lo mejor puede que le funcione.
Estoy observando desde la carretera este duelo de dominó a
muerte, esperando un moto-taxi que nunca termina de llegar. No se puede
encontrar ni una sola gota de gasolina. Las especulaciones habituales flotan
alrededor, rumores como: cuando los precios del gas se hunden, las empresas
de combustibles van acumulando hasta que el precio vuelve a subir. Otro susurro
en el viento dice que tal vez esté llegando por mar un tanque de combustible
venezolano o canadiense. Quién sabe. Los ricos no tienen ningún problema,
tienen alijos escondidos, sus vidas nunca pierden el ritmo. Son los pobres los que
están condenados a perder su trabajo, a hacer cola en filas sin fin para
conseguir combustible, o a comprar gas basura demasiado caro y aguado que arruina todos
los motores.
La gente me dice que no use las motobikes. Los conductores
no tienen licencia y tal vez hayan aprendido a conducir ayer mismo, nadie usa
casco, hay un sinfín de baches, cada uno va a la velocidad que le da la gana,
incluso cuando se están dirigiendo hacia ninguna parte. Las colisiones de motobikes son
la mayor causa de mortalidad en Haití. Pero yo soy adicta a sus carreteras. No me
canso de recorrerlas, admirando el paisaje al pasar... una niña pequeña tira
con todas sus fuerzas de la cuerda atada a una vaca obstinada, una mujer pasea
con una pila de un metro de tupperwares color caramelo en equilibrio
sobre su regia cabeza, la chispas de una soldadura de arco se disparan como mil
aleluyas hacia el exterior de la sede de una iglesia derrumbada convertida en la tienda de
un mecánico. Y la brisa: la única vez que me siento “cool” es cuando me azota
mientras voy montada en una motobike.
Demasiados bebés, me digo. Ningún bebé, me digo. Mis bebés son mis
40 alumnos. No tengo bebés y tengo un montón. Por ahora nos reímos profundamente, pero no sabemos de qué. Las risitas se me pegan de forma extraña como si fuesen burbujas, aunque la verdad, fracasar al intentar conseguir una motobike no es motivo de alegría.
Anoche capturé unos minutos de la goteante melaza
que pasa por internet en Haití. Los hombres que se hacen pasar por policías del país han secuestrado el ancho de banda, sentados en el parking
mientras se descargan películas de acción, pero incluso en los días que marcha
bien es demasiado lento. Todo lo que se puede hacer es echar una ojeada al
correo electrónico y esperar poder hacer clic y vislumbrar algunos de los
mensajes más importantes antes de que la conexión se muera irremediablemente. Entre el montón de
correos electrónicos acumulados había uno de la oficina de la Escuela de Cine
de Nueva York en donde se me pedía que consiguiese el tamaño de los pantalones
vaqueros y la talla de camisa que visten mis alumnos. Alguien de Nueva York
quiere donar ropa bonita. Titubeo. La mayoría de los extranjeros que
prometen cosas nunca se las terminan de entregar a los haitianos.
Las chicas están especialmente excitadas. Encontramos un
buen pedazo de papel, dibujamos líneas, un gráfico con el nombre de cada
estudiante, columnas. Las chicas comprueban las presillas elásticas, agarran a
los chicos por sus cinturas y miran la parte trasera de sus pantalones
vaqueros. Nadie parece saber de qué tamaño son. Es una gran representación escénica, llena de travesuras y bromas y risas y cachondeo. Puede que se
coma todo el tiempo y tire por tierra las lecciones de hoy, pero me gusta verlos
tan felices.
La única manera de distraer la atención de un sueño es
atraer la atención de ese alguien con otra cosa más interesante. Hago estallar una
película de acción en el reproductor. Empiezo a charlar superficialmente y a
congelar la cinta con la intención de mostrar todos los ángulos posibles para grabar una secuencia de acción. Les pido que especulen sobre dónde
estaba la cámara en cada una de las tomas. Cómo se tienen que ir seccionando ciertos planos para luego juntarlos y aumentar la tensión. Hoy es un día especial. Charlie Libin,
camarógrafo, se encuentra de visita desde los Estados Unidos, y ha venido como invitado para impartir una clase. Mi amigo Christophe se ha ofrecido a montar su ATV en una pista
local de motocross vestido con su impresionante uniforme de carreras de cuero
negro. La pista dispone de colinas, saltos bastante decentes, senderos plagados de
vacas, caballos y toros.
Comprobamos y cargamos el equipo, nos dirigimos
hacia el emplazamiento. Todo parece como impulsado. ¡Acción! Cuatro ruedas!
¡Motores ruidosos! ¡Velocidad! ¡Carreras! ¡Trajes “cool” de superhéroe! ¡Un
verdadero maestro profesional de Hollywood! Charlie coloca mañosamente una
cámara en el casco de Christophe, muestra cómo ocultar la cámara para grabar un
salto y que los planos tomados desde abajo del vuelo suspendido puedan
filmarse correctamente. Divide a los estudiantes en equipos de grabación y los
posiciona. Filmamos a Christophe mientras descarga sus gruesos neumáticos, la
bestia de cuatro ruedas, lo grabamos mientras se ciñe su elegante traje de protección,
transformándose en un motorista que parece un alienígena a la última. Los lugareños
se reúnen para verlo, porque es un evento de alto octanaje en una serie de días que de lo contrario
parecerían demasiado lánguidos. Los niños miran con asombro a mis alumnos y sus
elegantes bártulos para la cámara. Un hombre aparece con su pitbull, le ordena que haga trucos que el perro se niega a realizar. Las vacas braman, los
caballos relinchan. Los jóvenes toman el sol con pose machista y comienzan a
trepar a los árboles, hacen volteretas, posan ante los demás. Cuanto más se contonean los
hombres, más salvajes consiguen que se pongan los chicos.
Yo parloteo, arrastro aquí y allá a los estudiantes, animándoles a que consigan buenos planos del evento, manteniendo en marcha la entrevista con Christophe. Soy la molesta maestra del látigo que va verificando la lista. Consigue esa toma, comprueba los focos, limpia esa lente, sostén el plano.
Yo parloteo, arrastro aquí y allá a los estudiantes, animándoles a que consigan buenos planos del evento, manteniendo en marcha la entrevista con Christophe. Soy la molesta maestra del látigo que va verificando la lista. Consigue esa toma, comprueba los focos, limpia esa lente, sostén el plano.
El toro me interesa mucho. Hay algo testosterónico en las ruedas
y en el ruido del motor que perfectamente podría intercalarse con el toro y con la forma
en la que aplasta sus pezuñas contra la tierra, su forma de agitar y balancear su cabeza, un espejo de Christophe mientras este hace rugir el motor por primera vez, baja la cabeza
para ponerse el casco negro, encaja la visera sobre los ojos. Es un poco como
un cliché, pero suena bien, podría ser divertido. Veo al toro cagando y le digo
a Marco que ruede toda esa mierda. Marco me ofrece su respuesta habitual: “Me encantas,
profe, pero estás loca”, gira la cabeza y empieza a rodar la mierda del toro.
Uno nunca sabe cuando querrá incorporar una comedia “slapstick” con un poco de
mierda, literalmente, en la historia. No se puede predecir lo que vas a necesitar en la sala de edición.
Christophe comienza a retumbar por la pista, corriendo en un
ATV diferente. Los estudiantes ruedan su ir y venir, y comienzan a adelantarse
a por tomas según la moto se va acercando rápidamente para girar luego en círculo. Están aprendiendo cómo cambiar de dirección, cómo cogerle el
ritmo al rodaje de acción, a correr junto con las ruedas, a anticiparse y saber dónde
poner la cámara, manteniendo el plano en la nube de polvo no sólo según se está levantando, sino cuando empieza a desvanecerse, tomando algunos planos de las
reacciones de la muchedumbre. Es emocionante ver a alguien aprender tan rápido.
Charlie y yo nos metemos entre ellos, tratando de mantenerlos a todos a salvo.
Una de las primeras clases que imparto es la de "La
Cámara Es Tu Bebé." Les digo a los estudiantes que acunen la cámara, que
la envuelvan en un paño blanco para mantenerla limpia de polvo, para desviar el
calor, para mantener el polvo fuera del visor. Atesoran la cámara, la protegen.
Una vez Charlie y yo les dimos una conferencia acerca de que la
"seguridad es lo primero", explicándoles que el ATV podría golpear
una roca, que ésta saltase y virase de forma explosiva, y por eso siempre han
de tener a un "observador" y filmar desde detrás de un
árbol u otro tipo de barrera, sin dejar que se presente la oportunidad de que ocurra nada.
En su entusiasmo por tomar los mejores planos dejan de
escucharme. Ahora correteo y les grito a los equipos que se pongan detrás de
los árboles. Pero en cuanto oyen el chasquido de las llantas se convierten en
pequeños imanes en busca de acción. En cuanto me doy la vuelta, se arrastran a plena vista para intentar conseguir un ángulo mejor, por lo general se ponen
directamente en el camino de la ardiente bestia.
Los niños pequeños sienten inclinación por las motocicletas,
y tratan de actuar con dureza en este gran escenario para chicos. Niños pequeños que se fijan en los niños grandes y recogen su rítmica forma de moverse. El toro brama y
añade una banda sonora de barítono que rebota, mientras sigue emitiéndola enérgicamente. Una
rueda de Petri del machismo.
Los conductores llevan sus ATV hasta la parada de boxes para
descansar sus pectorales y comprobar sus motores. Me refugio a la sombra de
un árbol con algunos de los estudiantes. Una mujer se escabulle. Cabello en
retroceso, cráneo omnipresente, ojos saltones. Fou, susurran mis estudiantes.
Locura. Fou fou. Se
levanta la camiseta azul. Quiere hablar sobre sus pechos. Quiere que filmemos sus
pechos, o su enfermedad, o simplemente que escuchemos su historia. Sus pechos son
tristes. Cuelgan vacíos, casi llegando a lo que parecen ser cicatrices de parto
que discurren por su vientre y desaparecen bajo sus pantalones vaqueros. No se
trata de una pareja alegre sin historia dispuesta a conquistar el mundo, se
trata de pechos con historia, tetas que han alimentado demasiado. Me gustaría preguntarle: ¿dónde están
tus hijos? Pero no lo hago. Se adelanta hacia mi cámara. Intento fotografiarla.
De vuelta en la tienda veo que la tabla de tallas de ropa está rellenada por completo. Cada tamaño es el mismo: medio, medio, medio. Me
quedo mirando las cifras. ¿Qué querrán decir? No tengo ni idea. ¿Nadie quiere
admitir que es de tamaño grande o pequeño? ¿Todo el mundo quiere ser de talla
media? ¿No quieren tener diferentes
tallas de ropa? ¿Es todo un juego? ¿Sospechaban, como yo, que la ropa prometida
nunca terminaría de llegar, pero de todas formas se aprestan a jugar, sólo por el placer
de hacerlo?
Intento averiguar las respuestas, pero
misteriosamente las chicas tan sólo se encogen de hombros. Es lo mejor que
pueden hacer.
Los haitianos son a
menudo muy desconcertantes, con su forma de ser tan mercurial, serpenteante.
Imagino que también les puede parecer desconcertante que yo intente conducirlos como si fuese
un sargento con mi rígida ética sobre el trabajo. No pretendo comprender su mundo, ni
que yo ellos conozcan el mío. Pero aún así nos vamos modificando unos a otros.
Estamos transformándonos en algo que no sé qué aspecto final va a tener.
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