Con once años ya tienes capacidad de controlar a un adulto, y seguro que al que te lleva bien sujeto de la mano para evitar que te escapes y seas embestido por uno de los cientos de coches que circulan por debajo del scalextric que acogota una parte de la ciudad a la que acabas de llegar, le resultará harto embarazoso el alboroto que puedes llegar a provocar cuando se te antoja algo que te ha hipnotizado tal y como haría un yogi con una cobra, de tal forma que te quedas pegado al cristal donde se exhibe el objeto de tus deseos y los pies se detienen dándote la sensación de que te han rellenado tus zapatos ortopédicos de cemento.
Me negué a moverme si no poseía en el acto “eso” que me paralizaba, y ante la negativa de compra, unas abruptas llorinas y moqueos previos a la barahúnda definitiva se empezaron a deslizar por mi cara. Cercana a los Cuatro Caminos de Madrid había una tienda de cómics (¿alguien recuerda su nombre?) en la que tuvieron la mala idea (para mi familiar) de adornar su escaparate con el primer portafolio de los X-Men del dúo Fastner & Larson, un par de ilustradores aficionados a los tebeos que, muy de vez en cuando (aún siguen en activo), manifestaban su militancia Marvel Zombie y aplacaban su necesidad pecuniaria (la ilustración estaba de moda a finales de los Setenta) dibujando láminas de los personajes más representativos del Universo de la editorial neoyorquina, que en aquella época eran X-Men, (del que sacarían una segunda colección que fijaba la atención de cualquiera con la mejor representación que haya visto nunca de Lobezno), y Hulk (¡La Masa!).
Su primera compilación fue la que me enamoró e hizo que mi berrinche alcanzara la exaltada escala sónica de Banshee, por lo que mi tía, que era quien tuvo que soportarlo (además de una manzana completa de asustados vecinos), apoquinó la muy estimable cantidad de mil quinientas pelas de la época a cambio de mi silencio. Para mí, esas cuatro láminas con un punto a lo Corben y otro a medio camino entre lo caricaturesco y lo hiperreal se convertirían en un referente de cómo se debería dibujar a mi grupo favorito: los mutantes de la La Patrulla X. El truco era que Fastner y Larson tenían a un tercer colaborador a los lápices, alguien que ya había hecho que su interpretación de los "muties" marcase el cánon. Ese alguien era... John Byrne.
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