martes, 11 de septiembre de 2012

GOUDOU GOUDOU (3 de 10), por ANN NOCENTI

Goudou Goudou, 3 de 10. Posteado por Ann Nocenti el 22-11-2010 en Hilobrow. Aquí el post original. Traducido por Félix Frog2000.

-Goudou Goudou 1
-Goudou Goudou 2

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Son como una mancha borrosa en la distancia, sucios como los mineros del carbón surgidos de las profundidades. Un espejismo difuso de siluetas en la cresta de una colina, algo ardiente que se está acercando. Vienen ondulando por la carretera, como si los hubiesen lanzado desde una nube negra.

Se acercan, medio salvajes, hombres casi completamente desnudos, sus mandíbulas endurecidas y sus ojos rojos manchados de hollín. Hombres delgados con llamativos destellos de color en sus cuerpos manchados: colas rojas bifurcadas cayendo bruscamente desde sus traseros elevados, entre el alborotado pelo encrespado cuelgan muñones de cuernos plateados, una mueca blanca en la que se pueden ver dientes, el resplandor de limón de sus rojizos labios. Se deslizan por la calle, una manada de terror fracturado, pistoleros que van discurriendo por la amplia carretera en busca de sus objetivos. Los niños se dispersan por delante, otros se arrastran detrás de ellos. Pequeñas sombras furtivas.

Las mujeres y los niños se refugian en las sombras de los umbrales. Las ancianas se detienen sin escapar, seguras de que están a salvo.

Un chico joven se coloca una botella quemada sobre sus pantalones cortos y empuja su falo de plástico contra las chicas, follándose el aire, demasiado joven como para que su acción sea otra cosa que insolencia y descaro juveniles. Otro azota el aire con un palo ennegrecido, dándose bombo con su capacidad para asustar. Las niñas chillan y se echan a correr, los chicos tratan de mantenerse firmes en su posición, aunque finalmente también se retiran.

Las tintadas hordas merodean y atacan, extendiendo su ruda mancha por todos lados. Un cuerpo da bandazos cerca de mí con su tenso vientre ennegrecido, la cara perdida en una mancha de polvo azul. Hace contacto conmigo. Yo doy marcha atrás y empiezo a correr. Huelo la mancha en el brazo allí donde me ha tocado, es dulce y quema. Estoy alarmada, emocionada y algo enamorada. ¿Quiénes son? ¿Podría yo correr junto a ellos?

Es Carnaval en Haití. Una época donde las tensiones del año se desvanecen, un tiempo donde cualquiera puede expresarse, re-imaginarse, disfrazarse. Los fabricantes tradicionales de máscaras crean bestias, pájaros, peces, barcos, carros, monstruos, demonios angelicales y ángeles endemoniados. Logran que esos nuevos advenedizos con sus trajes de sátira social se resientan, como los "hombres de plástico" que convierten sus cuerpos en montañas de botellas verdes o en vertederos de basura oxidada para protestar por la contaminación.

Las personas se disfrazan por tribus, realizan simulacros de juicios, teatralizan simulaciones de corrupción en las plazas públicas, los Judíos Errantes se meten en medio de los juicios. Los disfraces son antiguos y severos, tontos y caprichosos, libertinos y sensuales. La ciudad está viva con el mismo frenesí que se puede ver en las casas caminantes, las briznas de hierba ondulantes y las ranas humanizadas que brincan en los dibujos animados. Las mujeres parecen un torbellino, aquí y allá se vislumbran hombres sobre zancos. Las calles estallan en un choque apasionante de música y color. Cuanto más me pierdo en este maníaco torbellino, más feliz me encuentro. El Carnaval me obliga a tropezar contra dobleces particulares de mi persona, aberraciones que nunca había sospechado que sería capaz de llevar a cabo.

He estado enseñando a rodar cine de ficción en Haití, a construir narrativas de forma improvisada. El año pasado me decidí a explicar cómo rodar un documental, justo antes del Carnaval. Mientras estábamos preparando la mascarada les dije a mis alumnos que tienen que intentar encontrar personajes interesantes a los que entrevistar. Además deberían desarrollar una historia: ¿será nombrada Reina del Carnaval aquella belleza que baila de una forma tan poderosa? ¿Qué pasa con la animosidad existente entre los fabricantes de máscaras tradicionales y los nuevos escritores satíricos? ¿Se podrá escabullir de la vigilancia paterna el chico católico al que se le ha prohibido participar en este evento pagano? ¿Ganará el grupo favorito la batalla de bandas?

Pero ahora que he podido verlos, me he obsesionado con los hombres tintados de negro. En todo el mundo el Mardi Gras suele tener la misma entonación espectacular, pero la gente pintada con carbón es muy diferente. Filmar su historia me parece esencial. Mis estudiantes son reacios a buscarlos, aunque todavía no sé por qué. Sé que cualquiera puede ser cauteloso, cualquiera puede no disponer de un fuerte impulso periodístico, o puede no estar dispuesto a invadir la privacidad de los demás, ser respetuoso. Tal vez sean demasiado temerosos como para enfrentarse a la novedad.

Durante el último año, mi estudiante Zaka estuvo trabajando en un guión que trataba sobre los carretilleros, por lo que le sugerí que entrevistase a esas personas para que su historia tuviese más matices. Durante dos horas tuve que infundirles ánimo a mis estudiantes para lograr convencerlos de que debían intentarlo. Se acercaron a los hombres de las carretillas como si estuviesen afrontando su perdición. Pero en cuanto superaron la barrera de la vergüenza, y como los hombres estaban dispuestos a ayudar, nos pasamos una hora enfrascados en una conversación. Los carretilleros estaban tumbados en sus carretillas o compitiendo por trabajos como subir las altas colinas para los que normalmente se necesitan ruedas y que apenas les hará ganar el dinero suficiente como para tener algo que echarse a la boca. Nos hablaron sobre la vergüenza que sienten al realizar este trabajo, por lo que suelen hacerlo fuera de su propio vecindario. La mayoría de ellos observaban a las mujeres que pasaban caminando, las silbaban y flirteaban con ellas para quitarse el aburrimiento de encima. Terminó siendo una investigación clave para lo que ha acabado convirtiéndose en una encantadora película de Zaka sobre un día en la vida de un carretillero.

Pero lo que quiero hacer ahora es más difícil de vender. Los tambaleantes cuerpos de los hombres manchados de carbón no resultan tan fáciles de abordar. Finalmente, mi estudiante Ralphden me dice que intentará indagar, que los conoce. Ralphden se ha distanciado del resto, y me doy cuanta de que es un distanciamiento real. Es como si hace mucho tiempo hubiese tomado la decisión de que él es alguien especial y que debe cuidar ese estatus que se ha auto-impuesto, absteniéndose de arriesgarse o exponerse demasiado, por lo que simplemente intenta pasar desapercibido sin hacer nada. De todos modos es una teoría que yo misma me he montado, aunque sé bien que con mi limitada lengua criolla nunca estaré realmente segura de nada. Pero aún así intentaré esperar con la esperanza de que él mismo salga adelante.

Mientras tanto filmamos a reinas de la belleza y bandas, creadores de máscaras y travestís. Dos de mis estudiantes, Marie André y Lamour, se mezclan con un grupo y nos apresuramos a conocer a un viejo que me presentan como Eugene. Hace cincuenta años creó a un personaje de carnaval basado en un asesino brutal, un policía militar llamado Charles Oscar. Oscar tenía las encías retraídas y los dientes de conejo, lo que convertía su boca en una cosa grotesca que parecía preceder a su rostro. Eugene diseñó una caricatura de la boca que ató sobre la suya. Construyó altas botas de policía con cartón y las pintó de negro, aunque no obstante sea capaz de aplastar lo que sea con ellas. El traje de Chaloska, tal y como lo llaman, ridiculiza el monstruo que era Oscar y también tiene ciertas reminiscencias de los Tonton Macoutes con esos ojos malévolos envueltos por las gafas oscuras, un escuadrón de la muerte que parece tener rostro de zombie, de no-muerto capaz de infundir el terror.

Eugene se sienta en la base de un árbol. Su rostro parece aspirar las cosas hacia su interior y tiene la apariencia de un mentecato, su espíritu se dirige hacia cualquier otro sitio que no sea el del brillante y caliente día que estamos disfrutando. Apoya los labios en su regazo. Labios hinchados hechos de tela roja de peluche con un puñado de dientes de vaca cosidos en dos filas. La boca brutal de Charles Oscar. El viejo no dice nada. Ahora mismo se encuentra en otra parte.

A su alrededor algunos jóvenes están cortando cartón, pintando sombreros y botas, añadiendo tapas de botellas para que sus andares sean más ruidosos. Un recordatorio de que los malos hombres son capaces de aplastar a la gente bajo sus botas.

Eugene es muy anciano. En un año estará muerto. Parece querer recordar más al personaje de Carnaval que su propia vida. Se desploma como si estuviese dormido, pero si alguien grita "¡atención!", salta hacia arriba y repite el grito con un saludo mientras agita el brazo. Ha dejado gran parte de su vida atrás, aunque parece estar obligado a resucitar al personaje que él mismo ha creado.

Los jóvenes visten cariñosamente a Eugene con su disfraz. Empieza a bailar arriba y abajo por el callejón gritando: "¡atención!" Su grito tiene la intención de advertir que han llegado los hombres malvados. Algunos otros se visten como Chaloska, con variaciones en las solapas, en las medallas y las gorras, forman su propio equipo de soldados. Uno añade un pico de pato a su boca y ladra órdenes a sus aduladores. Un gordo escribe en un libro, dejando constancia de sus asesinatos. El fuerte paso, paso de ganso, aplasta el suelo del callejón, mientras cantan y se deslizan formando una línea militar sincopada.

Al día siguiente Ralphden me dice que la gente tiznada de carbón ha aceptado que les filmemos. Estamos en un callejón detrás de un puesto de lotería. Los hombres se desnudan, mezclan baldes de sirope con restos carbonizados raspados de los hornos de una panadería, polvo de carbón vegetal, a veces también usan melaza. Se frotan suavemente unos a otros con esa mezcla viscosa para conseguir que su piel sea más negra que el color negro.

¿Por qué? Pregunta un chico.

“Necesitamos ser negros.”

“Eres negro.”

“No, realmente negro. Más negro. Tan negro como los esclavos.”

Nos movemos a través de la masa de cuerpos mientras filmamos: las manos frotan la piel, la piel empieza a volver de color oscuro hasta el más oscuro de ellos, una parte del cuerpo cada vez. Nos hacen hueco respetuosos, sin tocar nuestras cámaras. Se ríen y bromean, se pintan tiernamente los unos a los otros, esperando pacientemente en fila para llegar hasta los cubos. Plastifican sus falos, hacen alarde de sus posaderas a través de agujeros practicados en sus pantalones, pintan algunos accesorios: una maleta, una cámara, cuernos. Son empresarios ennegrecidos, camarógrafos ennegrecidos, travestís, prostitutas negras, demonios negros. Pequeños muchachos de dulce rostro que transforman sus rasgos en miradas duras de hombre y se ciernen por encima de ellos. El estado de ánimo es positivo y están animados. Son artistas deseosos de entretener a su público.

La mezcla de dulzura y hollín atrae las moscas hacia la piel. Las siluetas de los hombres brillan y se emborronan. Belcebú, una de las muchas manifestaciones del diablo. Sabes de él por la multitud de moscas que se pueden encontrar cerca.

La gente de carbón, Lanse Kód, o “los lanzadores de cuerda”. Más tarde me enteré del término correcto, ¿recreamos la revolución de Haití?, la primera rebelión exitosa en la historia del mundo. Las cuerdas representan las ataduras de los esclavos. Usaron sus propias ligaduras para azotar a sus amos caídos.

Las calles están repletas. Un hombre pinta a su bebé de negro y se lo pone sobre los hombros, le da un aspecto como si tuviese dos cabezas. Otros se ponen trozos de limón en la boca, manchas de color amarillo que brillan como soles en la noche. Un hombre ha construido un falo discotequero de plata brillante tan grande como un tronco. Se lo ata con orgullo altivo.

Otro hombre salta apresuradamente y se dirige ansioso hacia el público, listo para arengar a las masas: "¡No entréis en las casas! ¡No hagáis daño a la gente! ¡Sed respetuosos!", grita apuntándonos con el látigo.

Nos vemos envueltos por una ola turbulenta de cuerpos y gritos de guerra. La rebelión ha comenzado. Algunos corren en zapatillas blancas de deporte, sus pies centelleantes buscan, absurdamente, convertir la procesión en una maratón. A medida que el enjambre negro retrocede por una colina empinada, empezamos a perseguirlos con nuestras cámaras, saltamos sobre nuestras motobikes, los adelantamos y filmamos la parte frontal de la carga.

Eso fue el año pasado, pero este año las cosas son muy diferentes. El terremoto de enero ha dejado aturdidos a los haitianos y los ha empujado hacia otro mundo donde la celebración despreocupada resulta imposible. Los colores del Carnaval están bajo toneladas de escombros. Ahora todo el mundo lleva el mismo traje: una mirada fija de mil yardas de longitud.

El Carnaval se ha cancelado. Por lo que se sabe, algo que nunca había ocurrido en la historia de Haití. Es como si la Navidad de Kansas hubiese sido cancelada. El Carnaval pertenece a las calles. ¿Cómo puede no haber Carnaval?

Hay rumores de que se va a celebrar una Marcha Silenciosa. No usarán las máscaras, solo se llevarán en la mano. No habrá alegría desatada. Se comenta que quizá se puedan ver algunos “disfraces del terremoto” tejidos con seda hecha jirones, una aleteante lluvia de ruinas.

La mañana de la Marcha Silenciosa me tomo un café con algunos trabajadores de las ONG que traen malas noticias. Me dicen que la estancia media en un campamento es de diez años. Ese es el tiempo que lleva reconstruir las cosas. El trabajador que ha venido a ayudar se convierte en un prisionero de por vida que se traslada de un país a otro, sin casa, y no está más próximo a nadie que a su propio cinismo. Mi interlocutor es un gran hombre vestido con un chaleco caqui con muchos bolsillos, su cara gastada por el tiempo y la arrogancia propia de un hombre que ha estado en ciertos lugares, ha hecho ciertas cosas, ha perdido mucho. Como alguien que tiene solo un cierto atractivo, como un Porsche abollado o un caballo pura sangre cojo, lo “vintage” y el linaje todavía son bastantes patentes detrás del uso y el desgaste. Me dice que las multinacionales están intentando arrendar las tierras alrededor de los campos para empezar a construir fábricas de explotación.

Los vagabundos haitianos son trasladados en autobuses a campamentos situados en zonas conflictivas, sin empleo, atrapados y dependientes de ayuda, trabajarán por algo menos que nada. Termina su deprimente perorata, se apoya en su SUV con aire acondicionado y regresa a su mansión alquilada.

Hago auto-stop y un motorista me recoge y me lleva hasta mi aula en la descolorida tienda militar. La directora de la escuela, Paula, me tiende una mandarina con una expresión socarrona en su seductor rostro que la hace parecer Yavéh. Deslizo un gajo en mi boca y éste me parece la más esencial, revitalizante y deliciosa fruta que he probado jamás. Paula me mira de esa forma que parece decir que sabe lo que pienso, y que todo irá bien. Me reúno con los estudiantes, nos amontonamos en la camioneta y en las motobikes, salimos en busca de la Marcha Silenciosa.

En una plaza pública los niños vestidos con apretadas camisas blancas y aseados pantalones negros esperan a que les unten sus confiadas caritas con puntos blancos. Una banda de música se empieza a calentar extrañamente con "Auld Lang Syne". Un sacerdote vudú que entrevistamos hace un año está parloteando por su teléfono móvil, vestido con un andrajoso traje púrpura de terremoto. El año pasado sacudió algunos cráneos y cadenas delante de mi cara. Cuando le pregunté que dónde los había conseguido, me contestó: "Hay cosas que es mejor no preguntar".

Pintan banderas negras con tristes despedidas para las víctimas del terremoto. Los hombres ennegrecidos llevan velas blancas. Se distribuyen tiras de tela negra para atarlas alrededor de los brazos, de los tambores, de los cuernos, de los muslos. Todo es en blanco y negro con toques de color púrpura de luto. La marcha es lenta, caliente y silenciosa excepto por el gemido de lamento producido por la banda de música. Mis estudiantes se apresuran, lanzándose con las cámaras al suelo para rodar las filas de pies que se precipitan hacia sus rostros, subiéndose a los tejados para captar la longitud de la marcha. Están documentando un acontecimiento histórico: la primera, y espero que única, Marcha Silenciosa. Posee rasgos de marcha fúnebre, un estilo a lo Nueva Orleans en segundo plano, aunque bastante diferente. De algún modo, horas más tarde todo el mundo termina en el cementerio, donde recientemente se ha excavado una tumba.

Lanzamos nuestros brazaletes negros dentro. Empieza a soplar el viento. Levemente impulsados, durante un momento aletean lentamente en el aire y luego se deslizan en el interior.

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*** La Marcha Silenciosa en Vmeo

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