Artículo de Warren Ellis para Wired (2011). Traducido por Frog2000.
El último bastión de la Civilización ha caído. Mi hotel de Londres favorito ha prohibido fumar en todas sus habitaciones, aunque hace unas semanas les pidiese específicamente (y aparentemente consiguiese) una habitación para fumadores. Acudí con un notebook elegantemente amarillento, unos señoriales siete u ocho paquetes de cigarrillos, encendedores y un par de pulmones de repuesto, pero me han dicho que no, señor, usted no puede hacer uso de sus refrescantes productos en forma de vapor en la privacidad de la poco barata conejera humana por la que ha pagado.
Me sentí obligado a informarles de que en tiempos menos ilustres, decirle esto a un escritor sería el equivalente a declarar la guerra a las mismísimas Artes. Hemingway te habría disparado por ello. Gertrude Stein se habría extirpado ella misma una ósea falange mortecina y te habría follado con ella hasta que vieses a Jesús vistiendo con unos pantalones ajustados de cadera y hasta las rodillas de Alice B Toklas. Sin embargo, afortunadamente para ti soy un hombre del Siglo XXI., por lo que me limitaré a guarrear tu ascensor. Considéralo un castigo.
Adecuadamente me señalaron el exterior, donde habían erigido un cenicero a uno de los lados de la entrada principal. Al ver ese cenicero de pie cementado en el pavimento, la implicación de su imagen me pareció meridiana: los fumadores somos criminales que podíamos ser vendidos en el mercado y azotados por el precio de un paquete de Ready Rubbed antes de que te diese tiempo a decir: "Llama a la policía, Jenkins, he detectado el rastro del humo de un fumador en la región."
En los últimos años, la guerra contra lo placentero ha tenido el efecto de convertir a los fumadores en temblorosos conspiradores. Todo el mundo habla en la zona de fumadores exterior. En parte sobre cómo las personas de pulmón rosa nos han robado nuestro derecho a dispersar tumores como pétalos de flor siguiendo nuestra estela. Por lo tanto pronto estaba charlando con el otro único hombre acurrucado cerca del cenicero exterior. Me enteré que era de Londres y que varios de sus puestos de trabajo consistían en cosas relacionadas con internet, a un tiro de piedra del centro de la ciudad... y de los medios de comunicación.
"Compañías de discos," me siseó en el oído. "Están muy jodidas. ¿Sabes cuántas de ellas les solicitan a las bandas un porcentaje de sus conciertos para cuadrar las cuentas en la actualidad? Es su única fuente de ingresos directa. Nadie compra ya ningún jodido disco".
De hecho yo compro un montón de música. Tengo una cara suscripción en eMusic, y en Bleep o Greedbag no soy ningún extraño, y puede que compre en iTunes cuando me apetece. Mi cuenta de PayPal es un tubo directo hacia Bandcamp. Pero en lugar de recalcar la superioridad financiera y genética de uno, tal y como el polaco solía decir en los días más brillantes cuando se encontraba en una situación parecida, mejor expresar solidaridad.
"¿Sabes lo que quiero hacer?", dijo. "Pagar por un concierto. Hay un chaval en Barrow-in-Furness que..." Lo dijo como si Barrow-in-Furness fuese un lugar vigilado desde el futuro por ganaderos-guerreros manchados de col. "... un chico que nunca podrá asistir a un concierto porque no tiene dinero suficiente y además vive demasiado lejos. Pero tiene conexión a Internet, ¿no? La banda por la que se muere nunca vendrá a tocar a Londres, pero podría pagar para que retransmitiesen el concierto en directo en su equipo. "
Me dije que si tenía esperanzas de vender algo, debería recortar a la mitad el precio nominal de la retransmisión digital, pero me gustó bastante la idea. De niño se celebraron cierta cantidad de conciertos a los que no pude acudir que me hubiera encantado experimentar.
Por supuesto, después de un tiempo se me ocurrió que en realidad lo que le estaba pidiendo a la gente es comprar música por internet. Lo cual, al parecer nadie más está haciendo. Peor aún, estaría intentando pedir que la gente pagase por el alquiler de lo que dura un concierto.
Acabamos de descubrir que la experiencia física todavía tiene sentido y que, de hecho, se le ha empezado a sacar punta. Todavía se acude a los conciertos no sólo por la música, ni siquiera para entrar en contacto con otros seres humanos que la están tocando, sino porque se experimenta una atmósfera determinada y se comparte la sensación de que se está allí junto con el resto. Los discos en directo o la retransmisión por televisión no son capaces de ofrecer algo parecido. No puedo evitar sentir que ver una retransmisión de un distante concierto en directo en el que realmente te gustaría estar resulta un poco triste, si no todo un aburrimiento.
El vinilo continúa resurgiendo. Las cosas impresas se atesoran más que nunca. Tal vez ahora, en nuestra época digital, hayamos terminado por valorar un poco más lo de verdad.
Al parecer, la venta de entradas de conciertos también han aumentado. Si quieres buscarme, estaré fuera en el corral para el ganado, fumando un cigarrillo bajo la lluvia. Bastardos.
El último bastión de la Civilización ha caído. Mi hotel de Londres favorito ha prohibido fumar en todas sus habitaciones, aunque hace unas semanas les pidiese específicamente (y aparentemente consiguiese) una habitación para fumadores. Acudí con un notebook elegantemente amarillento, unos señoriales siete u ocho paquetes de cigarrillos, encendedores y un par de pulmones de repuesto, pero me han dicho que no, señor, usted no puede hacer uso de sus refrescantes productos en forma de vapor en la privacidad de la poco barata conejera humana por la que ha pagado.
Me sentí obligado a informarles de que en tiempos menos ilustres, decirle esto a un escritor sería el equivalente a declarar la guerra a las mismísimas Artes. Hemingway te habría disparado por ello. Gertrude Stein se habría extirpado ella misma una ósea falange mortecina y te habría follado con ella hasta que vieses a Jesús vistiendo con unos pantalones ajustados de cadera y hasta las rodillas de Alice B Toklas. Sin embargo, afortunadamente para ti soy un hombre del Siglo XXI., por lo que me limitaré a guarrear tu ascensor. Considéralo un castigo.
Adecuadamente me señalaron el exterior, donde habían erigido un cenicero a uno de los lados de la entrada principal. Al ver ese cenicero de pie cementado en el pavimento, la implicación de su imagen me pareció meridiana: los fumadores somos criminales que podíamos ser vendidos en el mercado y azotados por el precio de un paquete de Ready Rubbed antes de que te diese tiempo a decir: "Llama a la policía, Jenkins, he detectado el rastro del humo de un fumador en la región."
En los últimos años, la guerra contra lo placentero ha tenido el efecto de convertir a los fumadores en temblorosos conspiradores. Todo el mundo habla en la zona de fumadores exterior. En parte sobre cómo las personas de pulmón rosa nos han robado nuestro derecho a dispersar tumores como pétalos de flor siguiendo nuestra estela. Por lo tanto pronto estaba charlando con el otro único hombre acurrucado cerca del cenicero exterior. Me enteré que era de Londres y que varios de sus puestos de trabajo consistían en cosas relacionadas con internet, a un tiro de piedra del centro de la ciudad... y de los medios de comunicación.
"Compañías de discos," me siseó en el oído. "Están muy jodidas. ¿Sabes cuántas de ellas les solicitan a las bandas un porcentaje de sus conciertos para cuadrar las cuentas en la actualidad? Es su única fuente de ingresos directa. Nadie compra ya ningún jodido disco".
De hecho yo compro un montón de música. Tengo una cara suscripción en eMusic, y en Bleep o Greedbag no soy ningún extraño, y puede que compre en iTunes cuando me apetece. Mi cuenta de PayPal es un tubo directo hacia Bandcamp. Pero en lugar de recalcar la superioridad financiera y genética de uno, tal y como el polaco solía decir en los días más brillantes cuando se encontraba en una situación parecida, mejor expresar solidaridad.
"¿Sabes lo que quiero hacer?", dijo. "Pagar por un concierto. Hay un chaval en Barrow-in-Furness que..." Lo dijo como si Barrow-in-Furness fuese un lugar vigilado desde el futuro por ganaderos-guerreros manchados de col. "... un chico que nunca podrá asistir a un concierto porque no tiene dinero suficiente y además vive demasiado lejos. Pero tiene conexión a Internet, ¿no? La banda por la que se muere nunca vendrá a tocar a Londres, pero podría pagar para que retransmitiesen el concierto en directo en su equipo. "
Me dije que si tenía esperanzas de vender algo, debería recortar a la mitad el precio nominal de la retransmisión digital, pero me gustó bastante la idea. De niño se celebraron cierta cantidad de conciertos a los que no pude acudir que me hubiera encantado experimentar.
Por supuesto, después de un tiempo se me ocurrió que en realidad lo que le estaba pidiendo a la gente es comprar música por internet. Lo cual, al parecer nadie más está haciendo. Peor aún, estaría intentando pedir que la gente pagase por el alquiler de lo que dura un concierto.
Acabamos de descubrir que la experiencia física todavía tiene sentido y que, de hecho, se le ha empezado a sacar punta. Todavía se acude a los conciertos no sólo por la música, ni siquiera para entrar en contacto con otros seres humanos que la están tocando, sino porque se experimenta una atmósfera determinada y se comparte la sensación de que se está allí junto con el resto. Los discos en directo o la retransmisión por televisión no son capaces de ofrecer algo parecido. No puedo evitar sentir que ver una retransmisión de un distante concierto en directo en el que realmente te gustaría estar resulta un poco triste, si no todo un aburrimiento.
El vinilo continúa resurgiendo. Las cosas impresas se atesoran más que nunca. Tal vez ahora, en nuestra época digital, hayamos terminado por valorar un poco más lo de verdad.
Al parecer, la venta de entradas de conciertos también han aumentado. Si quieres buscarme, estaré fuera en el corral para el ganado, fumando un cigarrillo bajo la lluvia. Bastardos.
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