lunes, 20 de abril de 2020

ALAN MOORE RECUERDA A HARVEY KURTZMAN

Este es el texto con el que Alan Moore formó parte del homenaje a Harvey Kurtzman (fallecido ese mismo año, 1993) en el The Comics Journal nº 157 (1993), junto a Beto Hernandez, Moebius, Gil Kane, Al Jaffee, y muchos otros. Traducción: Frog2000.

Me topé con Harvey Kurtzman por primera vez al cumplir cerca de diez años. El encuentro se produjo en el interior de The Bedside MAD, un tomo recopilatorio de la revista: tenía pinta rara, era norteamericana, y el dibujo pintado de la portada probablemente fuese de Kelly Freas. Los bordes de las páginas estaban teñidos de un amarillo que de tan brillante,  era casi fluorescente. Me ha seguido apasionando hasta el día de hoy.

Las historias de ese tomo y las historias de Kurtzman que descubrí más tarde blandían la sátira como si fuese una llave inglesa: una herramienta que arrojar contra los engranajes de la cultura pop o empleada para retorcer todas las percepciones un cuarto de vuelta hacia la izquierda, sin dejar ningún icono sin remover. King Kong y Tarzán, Sherlock Holmes y Superman eran desnudados y empujados hacia el absurdo mediante el recurso de recubrirlos de fallos realistas y luego enfrentarlos contra un mundo asqueroso, aunque real, donde Wonder Woman se casaba con su amado y acababa encadenada a una estufa, cercada por unos hijos hiperactivos. Donde toda la violencia "slapstick" de Maggie contra Jiggs da como resultado feos hematomas, collarines manchados de sangre y la sombría depresión de un cónyuge maltratado.

Conocí a Harvey Kurtzman en persona en unas circunstancias bastante peculiares y de alguna forma, poco favorables: a la hora del desayuno en un hotel de San Diego. Julie Schwartz, que sabía de mi admiración por la obra de Harvey, decidió arrastrarme hasta la mesa que Kurtzman estaba compartiendo con Jack Davis para presentarme, lo que efectivamente me hizo sentir como un paleto incómodo y ruidoso desde el principio. Sumado a esto, Harvey aparentemente aún alimentaba algún oculto rencor con un posible origen anterior a la guerra contra Schwartz, que expresó simulando confundir a Julie con Robert Kanigher. Se hicieron unas breves, y en gran parte desconcertantes, presentaciones, y volví mi atención sobre mi zumo de naranja y mis huevos. 

La siguiente vez que me reuní con Harvey fue a mitad de lo que probablemente fue (por razones personales) la semana más horrible de mi vida hasta la fecha. Siendo tan casero como soy, estaba entonces en Francia. Aunque odie oficialmente las convenciones, me encontraba en la de cómics de Grenoble. Más allá de eso, pasaba por una compleja y dolorosa ruptura de mi relación y me sentía miserable, una miseria que me llegaba hasta el tuétano y que se prolongó durante meses.

Así que es extraño que esa semana singularmente horrible también incluya algunas de las horas más brillantes e idílicas que pueda recordar haber pasado nunca. En mitad de una montaña, bajo la luz del sol reflejada en la nieve, me senté en la mesa de una cafetería con Harvey Kurtzman, tomando cerveza mientras Harvey, que sufría los efectos debilitantes de la enfermedad de Parkinson y abrigado en un día ya cálido, bebía chocolate. Los dos estábamos con nuestras familias, y la hija de Harvey se llevó a la mía para hacer un viaje en una avioneta mientras me quedaba a charlar con Harvey y su esposa Adele. 

No recuerdo cada frase de la conversación, pero me encantaría. Me acuerdo que me dijo que Watchmen era "una maldita gran obra", y supe que ese sería uno de los recuerdos a los que seguiría agarrándome patéticamente cuando fuese viejo y estuviese exhausto. También me acuerdo que pareció sorprenderse cuando le comenté que Watchmen no existiría si él no hubiese retorcido mi percepción del género de los superhéroes con obras como "Superduperman". Parecía asombrado, casi increíblemente avergonzado, y me dijo: "Bueno, ¿qué me cuentas?" Y como era de esperar, le hablé sobre cómics. Le conté sobre mi trabajo para DC, que sabes que terminará perteneciendo a sus dueños y verás a tus creaciones marcharse por la puerta, aunque en ese momento lo asumes por la locura total de la juventud, y no parece importarte, porque siempre vas a tener un suministro inagotable de buenas ideas. El asintió. "Es cierto. Lo que has dicho sobre asumir que siempre vas a tener ideas, es muy cierto". Adele le preguntó si le gustaría tomar otro chocolate. La contestó: "No, mejor no. Podría comenzar algo". Recuerdo todas esas cosas, tan pequeñas e inútiles como parecen. 

La última vez que vi a Harvey Kurtzman fue a la mañana siguiente. Su familia y él se disponían a salir del hotel para coger un vuelo temprano a los Estados Unidos. Yo no había dormido, así que había bajado al vestíbulo en busca de cigarrillos solo para encontrarme con Adele, ansiosa porque su taxi había llegado y Harvey había desaparecido. 

Lo encontré en la primera planta, incapaz de meter su equipaje en el ascensor por culpa de los estragos del Parkinson. Lo ayudé a bajar todo al taxi y me lo agradeció dolorosamente. Teniendo en cuenta que todas las buenas ideas que había tenido probablemente habían sido extraídas de Harvey Kurtzman, le dije que lo olvidara. Que era una menudencia. Su mente brillante y vitalista atrapada en un cuerpo que ya no le respondía correctamente, respondió que estaba equivocado. Que yo había hecho algo condenadamente importante. Se metió en el taxi. Se alejaron hacia el aeropuerto.

Harvey Kurtzman, el que vi por última vez esa mañana, se fue. El Harvey Kurtzman que aún existe en mi mente, en mi obra, en cada frase que he escrito, no se ha ido para nada. Está ahí para siempre.

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